Un día de invierno durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, una bandada de loros de color verde esmeralda aterrizó en una casa en Schoharie, Nueva York, e hizo pensar a los habitantes locales que el Apocalipsis había llegado. (Un año después, las tropas británicas tomaron e incendiaron ese mismo edificio). Esas aves eran cotorras de las Carolinas y, como lo indicaba la sorpresa de los habitantes, su presencia era un fenómeno extraño: ese fue uno de solo tres registros de la especie en diferentes estados desde 1780 hasta la década de 1930, cuando se la declaró extinta en estado silvestre. Pero eso no impidió que se incluyera el estado de Nueva York dentro de su zona de distribución. De hecho, esta abarcaba gran parte del este de los Estados Unidos, como si los primeros científicos que las estudiaron hubieran hecho un manchón alrededor de cada avistamiento registrado. En un lugar, la zona de distribución de esta ave incluso abarcaba las fronteras exactas de Delaware y Nueva Jersey.
Fue esto último lo que despertó las sospechas de Kevin Burgio, ornitólogo e investigador de posdoctorado de la University of Connecticut (Universidad de Connecticut) en 2013. "Dudo que las cotorras respetaran los límites de los estados", bromea. De este modo, Burgio decidió reconstruir las zonas de distribución verdaderas de las dos subespecies de cotorra: Conuropsis carolinensis carolinensis y Conuropsis carolinensis ludovicianus. Él y su equipo analizaron cada avistamiento histórico hasta 1564, registraron diarios de viaje de cazadores y ornitólogos aficionados, recolectaron notas de especímenes en colecciones de museos y eliminaron las pruebas que parecían falsas.
El mapa resultante no solo resultó más reducido, sino que también reveló que ambas subespecies tenían territorios exclusivos que apenas se superponían. Al comparar las diferencias de estación en cada parte de la nueva zona de distribución con las necesidades de invernada y reproducción de estas aves, los científicos concluyeron que la subespecie occidental llegó a migrar hasta Pensilvania. Como resultado, el apocalipsis de los loros sucedido en 1780 es oficialmente una casualidad (si bien el pueblo desaparecido hace tiempo llamado Paroquet, en Arkansas, permanece en el mapa).
Los hallazgos de Burgio también sirven para comprender por qué la especie se extinguió tan rápidamente: los culpables de los que se había sospechado durante tanto tiempo (la deforestación, la caza, las enfermedades o alguna combinación de estas) habrían tenido un impacto mayor en dos poblaciones aisladas que en una sola con una zona de distribución más extensa.
Ahora que ha corregido los registros, Burgio espera que su investigación pueda proporcionar información para el trabajo actual de conservación de los loros, que son una de las especies de aves más amenazadas en la Tierra. Por ejemplo, un estudio más detenido de la zona de distribución de la cotorra de las Carolinas podría revelar nuevos nichos para especies amenazadas en la zona intertropical. Y rastrear las restricciones de la zona de distribución de esta ave desaparecida a lo largo del tiempo podría indicar los cambios en el uso de la tierra que hacen que las aves sean más vulnerables en la actualidad.
Pero no siempre el pasado se alinea con el presente, señala Paul Reillo, fundador y presidente de la Rare Species Conservatory Foundation (Fundación para la Conservación de Especies Poco Comunes). Su organización protege a las amazonas de frente roja y otras especies de loros cuyos ejemplares están en disminución, tanto en cautiverio como en estado silvestre. Reillo cree que el mundo ha cambiado demasiado para que los científicos saquen conclusiones ecológicas útiles de la historia de la cotorra de las Carolinas. "No es como comparar manzanas con naranjas, sino comparar manzanas con ladrillos de cenizas", comenta, y agrega que la investigación debería enfocarse sobre la vida silvestre actual. "En la crisis de extinción a la que nos enfrentamos, debemos hacer preguntas difíciles sobre nuestro trabajo científico".
Sin embargo, para Burgio tiene valor investigar esta especie de loro, simplemente porque representa algo superior y que trasciende el tiempo. "En última instancia, esta investigación tiene poco que ver con la extinción y mucho más que ver con la vida", señala.