Read Dan Koeppel's first story about his father's life list, published in Audubon in October 2000, which went on to become the basis for the book To See Every Bird on Earth.
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¿Desea ver un codorniz de montaña? Probablemente pueda enviárselo. Vivo en las laderas de Los Ángeles, he encontrado esta especie fácil de identificar ─con la parte superior del cuerpo de color gris azulado y la característica plúmula con forma de “signo de exclamación”─ muchas veces durante mis caminatas, paseos en bicicleta y excursiones de campamento. Si se escalan las montañas de San Gabriel o San Bernardino a una altura superior a los 3,000 pies temprano en una mañana de primavera hay muchas probabilidades de divisar el ave, si no es al primer intento, poco después.
Eso le dije a mi padre en 1993. En ese momento Richard Koeppel tenía 58 años de edad, cinco décadas de una vida de observación de aves que vería a su lista mundial superar las 7,000 especies, lo que lo convierte en uno de los mejores avistadores de aves del planeta. Como muchos “Poseedores de listas grandes”, Papá también llevaba controles secundarios. En este continente solo le faltaba ver 20 aves de un total de 896, según la lista de verificación de la Asociación Estadounidense de Avistaje de Aves en ese momento.
En aquellos días, Papá a menudo se detenía en la Costa Oeste para visitarme mientras viajaba de Nueva York a algún destino de avistaje de aves al otro lado del Pacífico. Dos de las 20 aves que le faltaban eran locales del Sur de California, y una tarde soleada encontramos rápidamente la más rara, la Perlita Californiana, que revoloteaba en medio de un matorral costero de salvia, junto a la playa, en la Península de Palos Verdes. Al día siguiente nos levantamos antes del amanecer y nos dirigimos a las montañas. Nos habían dicho que era casi seguro que veríamos al cordorniz de montaña si nos quedábamos en silencio cerca del Centro de Visitantes de Chilao, a una distancia de 30 minutos en automóvil desde mi casa. “Los guardabosques espolvorean alpiste”, nos dijo un amigo, “así que los codornices casi siempre están allí”.
Pero cuando llegamos no encontramos a los guardabosques, ni alpiste ni el ave. Así fue al día siguiente y al siguiente. Finalmente, Papá declaró al codorniz de montaña un “ave némesis”, que quiere decir un ave lo suficientemente común que cualquier avistador de aves dedicado podría encontrarlo; sin embargo, sigue sin ser visto. Papá dijo “fue la ley de los promedios”, lo que agregó un adjetivo grosero para dejar claro su desaliento.
En los siguientes 15 años, Papá agregó más de 2,000 especies a su registro total. Había otras aves némesis: por fin encontró la Gaviota Marfileña en las afueras de Portland, Maine, en 1997, avistó al Cuclillo Faisán en su cuarto intento en Brasil... Pero el codorniz de montaña seguía evadiéndolo, a pesar de más de una docena de visitas a Los Ángeles. En abril de 2006, acompañé a Papá a un viaje por carretera a través de Colorado. En el transcurso de cuatro días avistamos el Paro Sencillo, el Urogallo de las Artemisas de Gunnison, la Perdiz Nival de Cola Blanca y el Urogallo Chico. Esas aves no estaban incluidas en la categoría de némesis, pero sí eran cuatro de las cinco especies finales de la lista de vida en América del Norte de Papá. El codorniz de montaña se había convertido en el principal antagonista aviar de Papá: el ave vivía de acuerdo con la descripción de John Muir, que catalogó a la especie como un “montañero solitario”.
Cuando nació mi primer hijo, Otto, en 2010, Papá estaba seguro de que pronto veríamos al ave, porque tenía planes de visitarnos más a menudo. Su primer intento dio lugar a que pasara mucho tiempo con su nieto, pero no vio al codorniz. En cada una de las siguientes visitas yo compartía con Papá investigaciones más profundas sobre cómo y cuándo encontrar al ave. Y cada vez, fallamos.
Papá estaba planeando otro viaje a Los Ángeles a finales de 2012, pero ese mes de junio, me dijo que no se había estado sintiendo muy bien. A pesar de que Papá era médico, no acostumbraba discutir sus enfermedades: a los 76 años de edad había sobrevivido dos veces al cáncer, una cirugía a corazón abierto y un aneurisma, por lo que no me preocupé mucho, hasta que mi hermano, que vivía más cerca de él, me informó que Papá había perdido muchísimo peso y parecía tener mucho dolor. Era evidente que algo andaba mal y la negativa de Papá a consultar a un médico o a autodiagnosticarse me parecía un augurio nefasto.
Finalmente aceptó someterse a algunas pruebas cuando ya había perdido 30 libras de peso. Todos los resultados eran negativos. No había virus, infecciones, enfermedades crónicas ni recurrencia detectable de cáncer. Sin embargo, seguía bajando de peso y en julio, su falta de apetito se volvió alarmante: también tenía dificultad para respirar. Era necesario hacerle más pruebas, pero esta vez debía hospitalizarse. ¿El propio análisis de Papá? Podría ser cáncer. Podría ser cualquier enfermedad rara causada por el medioambiente. ¿Enfermedad de los legionarios? ¿Enfermedad de Lyme? Le hicieron pruebas adicionales y no se encontró nada, pero Papá seguía empeorando. “No quiero terminar conectado a un ventilador o una sonda de alimentación”, dijo Papá. Había pasado más de una semana desde que salió de casa y, en un esfuerzo por detectar qué andaba mal, sus médicos programaron una biopsia de pulmón. La noche antes de la cirugía Papá me pidió que fuera a su casa y sacara un documento de la gaveta de su escritorio. Era solo de una página, con un título en rojo: “pensamientos mórbidos”.
Contenía todos sus deseos tanto para su entierro como para la disposición de su cuerpo. Podíamos tener cualquier tipo de ceremonia de conmemoración que quisiéramos, escribió, pero debíamos cumplir con tres requisitos:
1) Ningún rabino en ningún servicio.
2) Ninguna mención de Dios en ningún servicio.
3) Ninguna oración.
En cuanto a su cuerpo, también había una lista de tres incisos, a pesar de que los presentó como opciones para que mi hermano y yo eligiéramos:
1) Entierro en el panteón familiar Koeppel.
2) Cremación.
3) Donación a una escuela de medicina.
Volví al hospital. Un par de días antes, mi esposa y mi hijo habían llegado a Nueva York; como no se sabía si la enfermedad de mi padre era contagiosa, nos habían recomendado no llevar a Otto a la habitación de Papá en el hospital. “Estarás bien y podrás ver a Otto apenas salgas de la Unidad de Cuidados Intensivos”, le dije. Papá no respondió. “Y podrás visitarnos este otoño para ver al codorniz de montaña”.
Papá levantó la vista.
“Si deciden cremarme”, dijo, “deseo que lancen mis cenizas a la maldita ave”.
De todas las palabras que uno pueda escuchar en un hospital, las que describen una pérdida son más molestas, aunque solo sea porque son un diagnóstico tan claro de una mayor pérdida por venir. Al principio, el laboratorio no encontró nada con el tejido de la biopsia de Papá, pero enviaron la muestra a un centro especializado en la Ciudad de Nueva York para hacer más análisis.
En la Unidad de Cuidados Intensivos, su estado se estaba deteriorando con rapidez. Le costaba tanto respirar que no podían quitarle el ventilador. Le insertaron una sonda de alimentación. Cuando llegaron los informes del laboratorio avanzado, la noticia fue tan mala como podía ser. Después de todo, sí era cáncer. De los pulmones de Papá se desprendían enormes coágulos de células que crecían salvajemente, lo que literalmente lo ahogaba. Pero los coágulos eran la evidencia de un “proceso tumoral”, como lo explicó un médico. No se pudo determinar dónde estaba el cáncer real, en qué parte de su cuerpo se escondía el crecimiento maligno. Sin ningún sitio al que dirigirlo, no podían hacerle un tratamiento. Incluso si hubieran podido encontrar un tumor, probablemente Papá ya estaba demasiado débil para una intervención mayor. Iba a morir.
Papá no podía hablar y lo mantenían fuertemente sedado. Pero mi hermano y yo entendimos que esto no era lo que él deseaba.
El jueves 2 de agosto tomamos una decisión. El proceso comenzó en la tarde con un aumento en los medicamentos para aliviar el dolor de Papá. Lentamente y de manera mecánica, las dosis empezaron a aumentar. A las 6:30 p. m. desconectamos el soporte vital. Papá abrió y cerró los ojos. Cuando me vio, sus ojos estaban tan brillantes y azules como siempre. Yo le dije las últimas palabras que le diría en la vida mientras estaba vivo: “Papá, puedes irte”, susurré, aunque cada parte de mí deseaba pedirle ─rogarle─ que se quede.
A las 8:15 p. m. los ojos de Papá se abrieron por última vez. Lo tomamos de las manos, que se sentían muy frías. Durante gran parte de la noche la boca de Papá había estado fruncida en un óvalo jadeante. Ahora estaba relajada. Los monitores mostraron que su frecuencia cardíaca caía, luego subía un poco y caía otro poco, siempre hacia arriba y abajo, pero siempre con tendencia a bajar.
Mi hermano levantó su mirada y susurró “Está muriendo ahora”.
Y luego, había muerto.
No sé cuánto tiempo se quedaron mi hermano y mi esposa, como mi hermano debía ver a su hija adolescente y mi esposa debía cuidar de nuestro hijo, finalmente me quedé solo, sentado frente a una persona que ya no era una persona. Cuando salí del hospital, caminé una milla hasta el lugar donde nos estábamos alojando, entre lágrimas y pensamientos sobre lo que había que hacer. Informar a las personas. Un servicio funerario. Un testamento. Y un ave.
¿Qué hay en el maletero de tu automóvil? Durante varios años después de la muerte de Papá, junto con las herramientas estándar, los cables para pasar corriente, una sombrilla y el kit de primeros auxilios llevaba una pequeña caja de madera con las “crenizas”. No todas las cenizas de Papá. En un intento por cumplir varios de sus deseos de una vez, decidimos enterrar la mitad de lo que recibimos del Crematorio Nassau Suffolk en el panteón de la familia en el Cementerio Monte Líbano de Nueva York. Desde 1922 había habido ochenta y dos enterramientos de los Koeppel. Uno de los primeros fue el Theodore, el hermano de mi padre, que murió justo después de nacer, en 1927. En 1971 enterraron allí a mi abuelo Morris y en 1983 se le unió mi abuela Rose. Parecía ser importante para Papá, o al menos para parte de Papá, estar con sus padres y su hermano. Parecía ser importante, al menos para parte de él quedarse en Queens, donde creció y donde empezó su carrera de avistaje de aves como prodigio infantil alistado para ayudar en el entonces naciente Club de Aves del Condado de Queens a competir mejor contra su rival, el Club de Aves del Condado de Bronx, en el Conteo Navideño de Aves durante la posguerra. Mi esposa estoicamente dividió las cenizas. Colocamos una caja debajo de una piedra, junto a Rose, Morris y Teddy. Llevamos la otra caja al maletero de nuestro automóvil. Estaba destinada a un ave. Y desde ese momento podía buscar esta ave común siempre que deseaba, ya que Papá siempre estaría conmigo. No me imaginaba que estaría allí tanto tiempo. Otra vez me equivoqué.
Primero, sencillamente llevaba las cenizas conmigo. Chilao tenía solo una parada, como otra media docena de hábitats prometedores, como la cima del Monte Wilson, un pico a 5,715 pies en San Gabriel. Desde el fallecimiento de Papá, las herramientas disponibles para las personas que buscan un ave específica habían mejorado enormemente y una creciente base de datos electrónicos mostraba docenas de avistamientos a lo largo de la carretera que dirigía a la cumbre y otros cientos de avistamientos en un radio de doce millas. Busqué en auto, a pie, en bicicleta, en las noches calurosas de verano y en las mañanas nevadas. Hice excursiones fuera de los intentos, incluí a amigos, y les contaba sobre Papá a medida que conducíamos por las colinas. Los convencí de la misión y se unieron a mi frustración cada vez que de mala gana bajábamos de las colinas, con las cenizas intactas.
Un ornitólogo local me contó de otro lugar, del otro lado de las montañas y logré grabar la llamativa vocalización de dos notas del codorniz: ¡qui-arc! ¡qui-arc! en vivo en el lugar. Fui una y otra vez, y reproducía la grabación. Algunas veces escuchaba una respuesta, pero nunca se mostraron las aves y Papá, que consideraba una herejía contar un ave escuchada como un ave vista, nunca habría aprobado que depositara las cenizas a un eco.
A finales de 2013, finalmente se liquidaron los bienes de Papá. Se vendió su casa. Doné su gran colección de libros de aves al museo local de historia natural del lugar. Conservé sus listas manuscritas y sus viejos binoculares Zeiss. Tuvimos un segundo hijo, que lleva su nombre en honor a mi Papá. Las cenizas se quedaron en el automóvil. En cierto momento, una amiga con más inclinación espiritual las descubrió. “Quizás esté tratando de decirte algo”, dijo ella. “Quizá signifique que debes mantenerlo contigo”. No es que yo no sea sentimental, en mi oficina aún conservo una pequeña caja con las cenizas de mi gato Salty, que murió en 2005, pero las instrucciones que dio Papá mientras estaba vivo fueron determinantes para que supiera que anulaban cualquier mensaje etéreo vago.
Pero se estaba haciendo difícil hacer las excursiones. A finales de 2015, los dos niños y un nuevo empleo me dejaban muy poco tiempo para buscar. Uno de mis amigos de avistaje de aves más listos, Daniel S. Cooper, autor de Important Bird Areas of California (Áreas de Importancia para las Aves de California) de Audubon California, me dijo que al rendirnos más o menos, ahora estábamos más seguros de que en realidad veríamos al codorniz de montaña. “Así es ese ave”, dijo. “Está aquí, pero es difícil de ver cuando la estás buscando”.
Sí, lo sé.
Entonces, no puedo decir que realmente esperaba ver el codorniz de montaña durante el último fin de semana de marzo de 2016, cuando metimos a toda la familia en el automóvil y condujimos tres horas hacia el sur hasta el pequeño pueblo de Julian. Era el cumpleaños de mi esposa y estábamos más preocupados por probar la tarta de manzana famosa del lugar y por visitar las modernas tiendas que por buscar aves. Pero no cabe duda de que Julian y las colinas de los alrededores son el hábitat del codorniz de montaña, por lo que me aseguré de llevar las cenizas cuando nos detuvimos en el Parque Estadual Cuyamaca Rancho. El lugar es tan conocido por mi ave objetivo, que el centro de visitantes ofrece una muestra de taxidermia, lo que ayudó a mi hijo mayor, que entonces tenía cinco años de edad, a memorizar el aspecto del ave. Era más difícil describir exactamente qué estábamos haciendo allí.
“La caja contiene las cenizas del abuelo Richard”, le dije a Otto. Habíamos pasado la tarde anterior explorando el viejo cementerio de Julian y mi hijo estaba maravillado con la escalofriante idea de que había cuerpos debajo de nosotros. Ahora, yo le estaba contando que el entierro no era la única cosa que podía suceder a una persona cuando moría. “Algunas personas desean que las conviertan en cenizas. Es posible que deseen ser parte de la naturaleza, por lo que tomamos sus cenizas y las lanzamos al viento”.
“Pero tú deseas lanzarlas a un ave”. Eso era más difícil de explicar. Afortunadamente, mi hijo ideó su respuesta: “Supongo que él no quería ser un esqueleto”. Caminamos aproximadamente una hora. El sol se elevó más y yo sabía que el ruido que hacíamos, los niños pequeños no son precisamente los trepadores de árboles más sutiles, probablemente causaría que no viéramos muchos especímenes de vida silvestre, mucho menos el ave que buscábamos. Nos dirigimos al pueblo alrededor del mediodía y me sentía bastante frustrado. No deseaba que el ave se convirtiera en mi propia némesis. Solo deseaba terminar con esto.
Julian no es un pueblo grande, pero tiene mucha actividad. Las calles principales que se intersectan casi siempre están cubiertas de automóviles y motocicletas, que batallan por encontrar un lugar para estacionar; los entusiastas de las tartas se derraman de las aceras mientras esperan obtener una mesa en las concurridas cafeterías. Unas cuantas cuadras arriba del centro del pueblo yace una vieja mina de oro cuyos días de explotación terminaron hace mucho tiempo. La habían refaccionado para hacer recorridos turísticos subterráneos como en la década de 1870. Sabía que a Otto le encantaría, así que reservamos una visita.
Probablemente les sorprenderá saber que mi padre no mostraba grandes sentimentalismos hacia las aves. No le importaba dónde viera una nueva ave o cuánto tiempo pasaba viéndola. De hecho, algunas veces parecía que cuanto más conveniente fuera un avistaje de aves, era mejor. La Gaviota Marfileña observada en Portland, Maine, era típica. Escuchó que había informes de haberla visto allí, se subió a su automóvil y condujo 10 horas, llegó al muelle en donde habían visto la gaviota, bajó el vidrio y la vio de inmediato. Sin salir de su vehículo, volvió a subir el vidrio, dio vuelta y volvió a casa.
Entonces, pienso que hubiera estado feliz con lo que pasó después. Estábamos atravesando el estacionamiento cuando las vimos. Un par. Crestas con grandes plúmulas y cuerpos de color azul pardusco.
“¡Codorniz de montaña!” grité. “¡CODORNIZ DE MONTAÑA!”
Corrí al automóvil tan rápido como pude, mientras pulsaba el botón del control remoto para que se desbloqueara el maletero para tomar la caja de madera y a mi hijo. Para entonces, las aves se habían retirado a una pequeña loma y estaban picoteando entre las piedras del cementerio de mascotas de la vieja mina.
“¿Qué estamos haciendo?”, preguntó Otto. “¡Las cenizas del abuelo! Ese es el ave”. Abrí la caja y tomé un puñado de ceniza. “Toma un poco”, le dije a Otto. Las cenizas eran casi blancas, más finas que la arena. Por supuesto, hubo una ráfaga de viento. En el instante pensé en la famosa escena de El gran Lebowski, pero las aves se quedaron tranquilas (estaban a unos 15 pies de distancia, en realidad no pensaba espolvorear a las criaturas) mientras Otto y yo sentíamos que la ceniza que lanzamos en dirección a las aves nos cubría ligeramente la cara, la piel y la ropa.
Había sucedido tan rápido que no tuve tiempo de pensar en qué debía decir, hacer o sentir. Pero miré a mi hijo, luego las aves y otra vez a mi hijo. Estaba sonriendo, miraba su sudadera azul, que ahora parecía llena de azúcar glas. Presionó sus manos contra la tela, y dejó un par de huellas visibles de sus manos.
Mientras nos dirigíamos de vuelta a Los Ángeles, me sentía feliz, triste, exaltado, lleno de lágrimas, aliviado, cada emoción superaba a la otra. Otto hacía muchas preguntas acerca de cómo mueren las personas, qué nos pasa cuando morimos, por qué las aves tienen crestas grandes y si extrañaba a mi padre. Traté de responder todas sus preguntas. Quizá falté a los deseos de Papá de no mencionar nada del alma, porque él no creía ni creería en eso. “Tomó mucho tiempo encontrar el ave”, le dije. “Algunos de mis amigos dicen que eso puede haber pasado porque el abuelo quería quedarse con nosotros. Pero creo que fue porque quería que esperáramos hasta que tú hubieras crecido lo suficiente para ayudar”.
Mi hijo iba en el asiento trasero pensando en eso. Luego, dijo que tenía una idea propia: “Cuando estás vivo tienes tu propio corazón y es allí donde vives. Pero cuando mueres, tu corazón se detiene. Eso significa que debes vivir en el corazón de todos los que alguna vez fueron tus amigos y de todos los que alguna vez te amaron”. Dirigí mi mirada hacia atrás para asegurarme de que había escuchado bien a este niño de cinco años de edad, cuya principal relación espiritual hasta ahora había sido con el helado y las manos invisibles de quien hubiera llenado el próximo cono. Otto miró su sudadera. Las huellas de sus manos que había hecho estaban desvaneciéndose, pero seguían visibles. “Viste”, dijo señalando las huellas. “Ahora el abuelo Richard puede abrazarnos para siempre”.