El paciente yace en silencio sobre la mesa de operaciones, con la cabeza emplumada apoyada en una toalla enrollada y las aletas inertes a los lados. Una foca había desgarrado una franja de tres pulgadas de piel del cuello del pingüino africano, dejando expuestos huesos y cartílagos ensangrentados, y Natasha Ayres, veterinaria de la Fundación del África Meridional para la Conservación de las Aves Costeras (SANCCOB, por sus siglas en inglés), tenía como objetivo cerrar la herida lo más rápido posible. "Desafortunadamente, no tengo mucha piel con la que trabajar", dijo Ayres mientras vertía solución salina en la herida y quitaba una masa de grasa color beige pálido. La máquina de anestesia producía silbidos rítmicos mientras procedía a introducir y quitar una aguja de la piel y ataba las suturas a medida que avanzaba. Palpó la zona que circundaba la pata palmeada del ave y, después de haber localizado una vena, realizó una limpieza con alcohol antes de insertar una aguja fina. Colocó un suero intravenoso con un pequeño vendaje, transfirió al paciente de dos pies de altura a una caja forrada de toalla debajo de una lámpara de calor.
Era un miércoles de enero antes del mediodía, pero el Centro de Rescate de Aves Marinas, ubicado en la Reserva Natural Table Bay de Ciudad del Cabo y una de las tres instalaciones administradas por SANCCOB, ya había comenzado el día con dramatismo. Además del pingüino degollado, llegaron una paloma muerta entregada en una cesta de mimbre por un vecino semihistérico y un cormorán que un guardaparques había rescatado del medio de una carretera muy transitada. Menos de una hora antes, otro pingüino africano había dejado de respirar en una de las piscinas del centro, generando el llanto del pasante británico que lo supervisaba.
Incluso en un día tranquilo, lo que está en juego en SANCCOB tiene un precio muy alto, en especial en lo que respecta a los pingüinos africanos. En el último siglo, las poblaciones de Spheniscus demersus, la única especie de pingüino endémica del continente africano, han disminuido en aproximadamente 98 por ciento, contabilizar unas 21.500 parejas reproductoras actuales frente a las más de un millón a principios del siglo XX. Unos 16.000 de ellos viven en el extremo sur de Sudáfrica, y el resto, en la costa de la vecina Namibia. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza clasificó al pingüino africano como en peligro de extinción en 2010, y hace unos meses, un conservacionista sudafricano me dijo que podría decirse que la situación que enfrentan estas aves, las 18 especies de pingüinos cuya población está reduciéndose a mayor velocidad en el mundo, es más urgente que la de los rinocerontes asediados del continente.
Aunque desde hace mucho tiempo es ilegal la recolección de sus huevos (en una época fueron un alimento preciado en las cenas de los europeos) y la remoción de su guano para usarlo como fertilizante (quitándoles así el material para construir sus nidos), los pingüinos africanos aún enfrentan numerosos retos. No solo las focas, los tiburones y las orcas cazan a las aves en el agua, sino que también los perros locales, los gatos monteses y las mangostas las buscan en tierra firme. Las gaviotas cocineras se precipitan en las colonias de pingüinos y arrebatan sus huevos y crías. Hace algunas décadas, los derrames de petróleo comenzaron a representar una amenaza adicional. Alrededor de 30 por ciento de las exportaciones de petróleo de Medio Oriente a Europa y al continente americano ahora pasan alrededor del extremo sur de África, donde las condiciones tormentosas hacen que los percances sean demasiado frecuentes. En el año 2000, el barco MV Treasure se hundió entre las cercanas islas Dassen y Robben, que en ese entonces albergaban importantes colonias de pingüinos africanos, y derramó unas 1.300 toneladas de petróleo. Durante 12 semanas, el personal de SANCCOB y miles de voluntarios trataron a unos 19.000 pingüinos contaminados con petróleo y ayudaron a reubicar a otros 19.500 en aguas limpias a varias millas de distancia. En 2016, un derrame hizo que en el centro se trataran 92 pingüinos y 61 crías empetrolados.
Ahora ha surgido una nueva crisis urgente. En una edición de Current Biology publicada el año pasado, el ecologista británico Richard Sherley detalló cómo una combinación de pesca excesiva y cambio climático ha llevado a una importante reducción de pingüinos africanos jóvenes. En las últimas décadas, la pesca comercial ha reducido drásticamente las poblaciones locales de sardinas y anchoas en lugares en los que en otra época las pescaban las aves. Más recientemente, el aumento de la salinidad del océano y de la temperatura del agua han hecho que las agregaciones de desove de esos peces se desplacen hacia el este. Si bien los pingüinos africanos adultos han aprendido a adaptar sus hábitos de alimentación en consecuencia y nadar más hacia el este, las crías no lo han hecho. Siguiendo sus instintos de buscar aguas caracterizadas por bajas temperaturas superficiales y una alta presencia de clorofila— características que en una época señalaban la presencia de grandes cantidades de peces de forraje—, ahora se encuentran principalmente en compañía de medusas y gobios con un valor nutricional inferior.
Al trabajar con investigadores de SANCCOB y de los gobiernos de Namibia y Sudáfrica, Sherley, una becaria de la Universidad de Exeter, descubrió que hasta 31 por ciento de las crías de pingüinos africanos perecían en gran parte como resultado de esta "trampa ecológica". Las cifras de reproducción eran 50 por ciento menores de lo que habrían sido si los jóvenes se hubiesen trasladado con su fuente de alimento. Según Sherley, si la tendencia continúa podría causar un desastre para la especie. La misión de SANCCOB de salvar a todos los pingüinos africanos se ha vuelto más vital que nunca.
Una mañana de verano brillante en Sudáfrica, me alejé de las boutiques y los restaurantes étnicos de Ciudad del Cabo, pasé por las grúas y los contenedores de Maersk del extenso puerto industrial, y llegué a SANCCOB a tiempo para la reunión habitual de las 8:00 a.m. Un administrador repartió las tareas del día a los aproximadamente 25 empleados y voluntarios reunidos allí: algunos debían limpiar las alfombras de goma y las cajas de plástico que sirven como sillas y escritorios improvisados; otros tenían la tarea de descongelar peces o preparar fórmulas y medicamentos. En cuestión de minutos, la amplia zona exterior, que comprendía tres grandes piscinas y corrales de varios tamaños, todos protegidos por mosquiteros que colgaban por encima de las cabezas, estaba muy ajetreada debido a las actividades. Los olores del pescado fresco y el amoníaco del guano se mezclaban en el aire.
En el área de la laguna cercana a la instalación, los pingüinos se deslizaban por el agua verdosa con una especie de golpe lateral, con las aletas inferiores en posición vertical y las superiores aleteando. Otros holgazaneaban sobre las rocas blanqueadas o permanecían erguidos, picoteándose el estómago y girando el cuello 180 grados para acceder a partes de la espalda (en su entorno natural, esa limpieza la habría realizado un compañero). Cuando las aves nadan bajo el agua, sus plumas oscuras absorben la luz del sol, mientras que sus partes inferiores pálidas, algunas moteadas con pecas, sirven como camuflaje frente a los depredadores que se encuentran más abajo.
El rehabilitador de aves marinas Peter van der Linde, vestido con un mono de vinilo verde, estaba sentado en medio de un grupo de pingüinos repartiendo sardinas. Explicó que la mayoría de las aves de la laguna eran residentes permanentes, no aptas para la vida en el ambiente natural debido a una lesión u otra afección. Entre ellos había un pingüino de penacho amarillo norteño, que con su fabulosa cresta de plumas tenues sin dudas era la estrella del show. Un elegante cormorán se adueñó de la escena gracias a sus asombrosos ojos de color azul aciano. "Hoy están tranquilos", comentó van der Linde sobre los pingüinos, "pero a menudo son muy ruidosos. Uno comienza a producir sonidos y todos los demás lo siguen". Una chica enérgica llamada Nona estaba tratando de darse a conocer y "rebuznaba" a todo volumen (no por nada los llaman "pingüinos burro") antes de plantarse en el banco al lado de van der Linde. "A ella le gusta la gente, es por eso que no podemos liberarla", contó acariciando el cuello de Nona. Se alejó para alimentar a otro grupo de aves y Nona se bajó con un salto de patas rígidas (los pingüinos tienen rodillas, pero no saben usarlas muy bien) y se marchó como si estuviera en una persecución intensa.
Aunque el trabajo en SANCCOB, que comenzó en respuesta a un derrame de petróleo hace 50 años, todavía gira en torno al rescate y la rehabilitación de aves marinas en forma individual, su mandato se ha ampliado para incluir medidas para aumentar la población de pingüinos sudafricanos. En 2006, la organización estableció un proyecto de refuerzo de crías, parte de un plan de gestión de biodiversidad respaldado por el gobierno, para criar aves en cautiverio para su posterior liberación en el entorno natural. Cuando estuve allí, la mayoría de la población (unas 220 aves) consistía en pingüinos jóvenes "azules" cuyo plumón mullido había dado paso a un plumaje azul grisáceo. Habrían llegado en octubre o noviembre como huevos o crías después de haber sido abandonados por los padres que mudaban sus plumas. En este caso, el cambio climático vuelve a ser el culpable.
Si bien la temporada de apareamiento tradicionalmente ha tenido lugar a principios de año, después de que los adultos finalizan su muda de pumas y regresan ya habiéndose alimentado, hoy en día las aves confundidas por la temperatura más cálida del agua y del aire pueden llegar a reproducirse tan tarde en el año que las etapas se superponen. En el lugar turístico Boulders Beach, hogar de una de las dos principales colonias de pingüinos de la región, observé dos elegantes parejas adultas que cuidaban crías y huevos, como era de esperar. Pero también había pájaros de gran tamaño y aspecto desaliñado que aún debían cambiar sus plumas. Debido a que las aves que están mudando sus plumas no pueden ingresar al agua para pescar, no están en condiciones de ocuparse de ninguna cría. De febrero a julio, los guardaparques afiliados a las dos colonias administradas por el gobierno recolectan huevos y crías abandonados y los transportan a una de las instalaciones de SANCCOB. Se lleva a los pingüinos adultos que se encuentran nidificando fuera de las colonias protegidas (ya sea en campos de golf, en jardines residenciales o a lo largo del camino) y a sus huevos a SANCCOB, que en la actualidad recibe de 600 a 900 huevos todos los años.
Corlie Hugo, la coordinadora ecológica de la colonia en Stony Point, me dijo que las anomalías climáticas afectan a las aves aún más. "Ha habido noches en las que ha llovido de 100 a 200 mililitros", contó. "Antes llovía esa cantidad en una semana". El agua ha inundado los nidos, por lo que las crías han tenido que abandonarlos. En otros casos, las heladas han congelado a las aves hasta la muerte. Para Hugo, ayuda que los pingüinos africanos, que se aparean de por vida y se turnan para incubar sus nidadas que suelen tener dos huevos, sean padres extraordinarios. Una mañana después de una fuerte lluvia, Hugo encontró un pingüino hembra sentado sobre un nido inundado. "Tenía los pies azules por el frío, pero la hembra permaneció sentada sobre esas crías todo el tiempo. Nunca he visto animales (¡ni humanos!) tan dedicados".
Antes de ingresar al dominio de Romy Klusener, que supervisa la Unidad de Crianza de Polluelos de Table Bay, entré en un contenedor con lejía y me calcé un par de zuecos prestados. Ella cerró las persianas y con mucho cuidado retiró un huevo del tamaño de una pelota de tenis de una de las tres incubadoras para colocarlo en una caja de cartón. Con una toalla sobre la cabeza, nos inclinamos sobre la caja y procedió a apuntar la luz de una linterna hacia el extremo redondo del huevo. Dicha iluminación le permite ver qué está sucediendo dentro y sirve para indicar cuándo podría eclosionar el huevo. "Venir a este ambiente tranquilo y verlos hacer su bailecito es una de mis partes favoritas", comentó Klusener.
Un huevo generalmente comienza a agrietarse, o a "estrellarse" a los treinta y ocho días, momento en el que Klusener lo reubica en una incubadora. En dos o tres días, la cría usa su diente de huevo para atravesar la cáscara. "Es un trabajo agotador", dijo ella. "Se esfuerzan, duermen un poco y luego lo intentan de nuevo". Si después de unas cuarenta y ocho horas la cría aún no ha nacido, Klusener ayuda con un par de pinzas estériles. Los polluelos obtienen probióticos y agua cinco horas después de la eclosión y comienzan su régimen de alimentación después de veinticuatro horas: una mezcla diluida de pescado, vitaminas, levadura de cerveza y aceite de hígado de bacalao administrado mediante un tubo de caucho y una jeringa. "Se torna muy estresante", admitió Klusener. "Tienes 30 crías. Debes asegurarte de que el nivel de higiene sea extremadamente alto. Se los debe alimentar cada tres horas. Un polluelo puede estar sano ahora y morir dos horas más tarde".
Claramente, trabajar en SANCCOB no es para los débiles. Además de la presión asociada al tratamiento de una especie en peligro de extinción, el personal y los voluntarios del centro deben lidiar con sus fuertes sentimientos personales hacia las aves, innegablemente adorables. Las lágrimas y el desgaste al límite suelen venir con el empleo. Pero vale la pena: en 2016, el 85 por ciento de los polluelos nacidos en SANCCOB regresaron al océano y la investigación muestra que los pingüinos criados en cautiverio se comportan de manera similar a los criados en la naturaleza.
Había planificado una de mis visitas a Table Bay para que coincidiera con un "día de liberación", el momento en el que se transporta a las aves que se considera que están listas para vivir en la naturaleza a Boulders Beach o Stony Point y se las libera ante las olas. A las 9:00 a. m., Klusener estaba ocupada ayudando a la gerente de rehabilitación, Nicky Stander, a prepararse para la salida de los pingüinos. Con una manga de neopreno resistente a picos afilados ("en palabras de Stander, "esas cosas valen oro"), recogió a cada pingüino al "estilo pelota fútbol americano": una mano en la parte posterior de la cabeza y la otra debajo del estómago; y, sujetando al ave entre sus muslos, le abrió el pico con los dedos e insertó de cabeza una sardina de cinco pulgadas. "Esto es sumamente estresante para ellos", explicó. Aun así, es importante que los cazadores inexpertos estén bien fuertes antes de enfrentarse a lo desconocido. Después de un baño con una manguera para eliminar el exceso de aceite de pescado o escamas, los pájaros se sacudieron para secarse: una multitud reluciente bajo el sol.
Stander luego alistó a Kirsty MacSymon, una rehabilitadora de aves con antiparras de plástico transparente y mangas de neopreno, para preparar a las aves que serían liberadas para la partida final. A medida que MacSymon mencionaba un número de identificación de una de las pulseras hospitalarias colocadas en las aletas de los pingüinos, Stander fue tomando la ficha correspondiente y realizando un examen con estetoscopio y una medición desde la cabeza hasta el pico. Recortaron las pulseras hospitalarias, leyeron los microchips implantados (con fines de investigación y control continuos) y colocaron a las aves que pasaron el control en un corral adyacente.
"Uy, se dieron cuenta de lo que está sucediendo", dijo Stander mientras los últimos seis pájaros se acurrucaban en un rincón lejano. "¡Vuelven a casa, muchachos!", los tranquilizó la pasante Jo Loman. Al final, 13 de las 14 aves previstas pasaron las pruebas, una de ellas no las pasó por una úlcera infectada en la parte inferior de la pata. La afección, llamada pododermatitis, se origina por pasar demasiado tiempo caminando sobre hormigón. (A esa ave se la trató y liberó más tarde). Los pingüinos fueron transportados de a dos en una caja de cartón ventilada y cargados en la parte trasera de una camioneta.
Nuestro pequeño convoy condujo hacia el este desde SANCCOB, pasó por algunos barrios de chabolas cada vez más numerosos de Sudáfrica después del apartheid, y luego ascendió por una cadena montañosa, desde donde podía observarse el Océano Índico brillante debajo. Había señales que advertían de deslizamientos de rocas y desaconsejaban alimentar a los mandriles, y el dulce olor a fynbos, la vegetación autóctona del Cabo, llenaba el automóvil. Bajamos a Betty's Bay, una pequeña aldea plana de casas con forma de sorbete de melocotón y limón, y luego nos detuvimos frente a una escena digna de la familia Picapiedra de rocas gigantes y torrecillas blanqueadas por el sol. Varios cientos de pingüinos estaban de pie o recostados en las rocas azotadas por el viento, mientras los turistas con cámaras y mochilas los observaban desde un camino elevado. "¡Mira el tamaño de ese!", exclamó uno sobre un pingüino particularmente gordito a punto de mudar de plumas. Unas cuerdas de algas marinas gruesas y pardas, como mangueras de goma, ensuciaban la arena, y unas ratas damán peludas parecidas a conejillos de indias hurgaban entre los matorrales.
El conductor hizo retroceder la camioneta hasta la orilla y quitó las cajas con cuidado, alineándolas a unos ocho pies del borde del agua. Loman y algunos guardabosques de Stony Point se reunieron detrás de las cajas, las abrieron y lentamente las colocaron de lado. "¡Vamos, vamos, vamos!" los instó Loman. Los pingüinos se acercaron con cautela. Finalmente, como niños tímidos en la playa, comenzaron a aventurarse de a poco. Uno se arrodilló y cayó de bruces en una ola rompiente. Luego se alejó con confianza para perderse mar adentro. Otro comenzó a caminar pero giró bruscamente y salió corriendo con las aletas medio extendidas. Luego retrocedió, se dejó caer y fue arrastrado por la marea. Finalmente, toda la pandilla nadó más allá de la ensenada e increíblemente se encontró con un grupo de aves adultas que había aparecido de la nada como en una fiesta de bienvenida organizada previamente. Media hora más tarde, Loman localizó dos azules que se habían integrado con algunos de los adultos en las rocas. "Están inspeccionando todo a su alrededor como preguntándose dónde están", explicó. "Están muy confundidos. ‘¡No hay cerca! ¿Dónde está la cerca?’"
Durante su medio siglo de existencia, SANCCOB ha tratado a más de 95.000 aves marinas, incluidos unos 1.500 pingüinos africanos al año. Aunque el futuro de las aves pende de un hilo, algunos desarrollos recientes son motivo de esperanza. En diciembre pasado, el gobierno de Namibia anunció que interrumpiría la pesca de sardinas por 3 años para permitir que las poblaciones se recuperaran. En enero, Sherley y sus colegas publicaron un artículo en Proceedings of the Royal Society B al descubrir que las interrupciones de pesca a baja escala en torno a las colonias de reproducción de pingüinos africanos aportaban beneficios modestos, pero importantes, a la población de las aves. El gobierno de Sudáfrica ha acordado continuar dichas interrupciones con carácter experimental y está considerando la posibilidad de aplicarlas de manera permanente, junto con la introducción de un componente espacial para su sistema general de gestión pesquera, en una reunión que se celebrará más adelante este año. Armados con investigaciones para respaldar tales movimientos, los líderes de ambos países podrían encontrar la voluntad política para establecer zonas protegidas permanentes e incluso construir nuevas colonias en sitios en los que la pesca clave permanezca intacta (un enfoque que ha funcionado en el caso de los pingüinos pequeños de Australia). Mientras tanto, el personal dedicado y los voluntarios de SANCCOB continuarán con su actividad de manera tenaz, ave preciosa por ave preciosa.
Esta historia se publicó originalmente en la edición de Primavera 2018 de la Revista Audubon bajo el título "Code Blue". Para recibir el ejemplar impreso de la revista Audubon, conviértase en miembro realizando una donación hoy.