En Seavey Island es la hora del almuerzo, y a los miles de charranes que se encuentran en esta saliente accidentada de cinco acres en la costa de Nuevo Hampshire no les hace gracia tener compañía para comer. Su llamado estridente crea un estruendo de otro planeta que tiene por objetivo ahuyentar a los intrusos humanos. Parece que lo noto solo yo.
Un equipo liderado por Jennifer Seavey, directora ejecutiva del Laboratorio Marítimo de Shoals, avanza poco a poco y de manera despreocupada, entre rocas cubiertas de algas. Su intención es pesar y contar a los polluelos de los charranes. Yo estoy en medio de ellos, en una procesión que se ha organizado así de manera deliberada para reducir al mínimo las posibilidades de que mis pies principiantes puedan entrar en contacto con un preciado huevo en forma accidental. Esa posibilidad se ve exacerbada por mi sombrero de paja, cuyas grandes dimensiones resultan bastante cómicas. Casi como un sombrero digno de un escenario cinematográfico, cuenta con una copa abarrotada de montones de toallas, pañuelos y medias. Lo que sea para mitigar los picos afilados.
Sin embargo, nuestro sistema de defensa no parece disuadir a las aves. Se alternan para dedicarse a ataques incesantes a nuestros sombreros y vuelos fuera de la isla en busca de alimento. De los casi 6,000 charranes adultos que se encuentran aquí este verano, la mayoría son comunes. También hay 70 parejas de espátulas rosadas en peligro y una pareja que se reproduce en el Ártico. Cuando vuelven del mar con pequeños peces plateados en la boca, los polluelos diminutos emergen de la vegetación baja y de grietas del terreno. Tragan el alimento de un solo bocado, vuelven a su refugio seguro y sus padres vuelven a salir.
El verano pasado, a temperaturas más cálidas de lo normal, Seavey y su equipo notaron una tendencia perturbadora: Los adultos no volvían a la colonia con el pequeño arenque de siempre ni con ammodítidos o merluzas. Por el contrario, llevaban palometas (o peces mantequilla), una especie que se encuentra en mayor abundancia mucho más al sur. Vista desde arriba, la palometa se parece mucho a un arenque o una merluza. No obstante, vista desde el costado, es mucho más ancha. Para las aves generalistas que regurgitan alimento para sus crías, como las Gaviotas Argénteas, esa diferencia no presenta un problema. Para los polluelos de los charranes, puede ser mortal.
“Nos sentábamos a observar y veíamos que los polluelos intentaban tragar la palometa durante varios minutos y al final se daban por vencidos”, cuenta Elizabeth Craig, la responsable del programa de conservación de charranes del laboratorio. “Toda la isla está cubierta de peces muertos y aves hambrientas”.
La principal inquietud de Craig y Seavey tenía que ver con las crías de los Charranes Rosados. La población que se reproduce en el noreste, que en una época era prolífica desde Nueva Escocia hasta Virginia, sufrió debido a dos acontecimientos catastróficos: primero, por el mercado de sombreros con el cambio de siglo y una vez más a finales de la década de 1930, cuando el desarrollo humano y la depredación ilimitada acabaron con muchas de las colonias que quedaban. (Los Charranes Rosados que se reproducen en el Caribe, en Europa y en el Océano Índico se encuentran saludables). En la actualidad, la abrumadora mayoría de Charranes Rosados del noreste nidifica en solo tres sitios ubicados en el Estrecho de Long Island y el sur del cabo Cod. Esto demuestra la situación difícil por la que pasa esta especie, que ya se encuentra amenazada. Con una zona de nidificación tan concentrada, un solo predador o un solo brote de una enfermedad podría diezmar la población. Lo mismo podría ocurrir como consecuencia de una tormenta tropical y cada vez habrá más probabilidades de que las tormentas se intensifiquen a medida que el cambio climático gane terreno y modifique los sistemas climáticos.
Es por eso que el plan de recuperación llama a restaurar por lo menos seis colonias del noreste con más de 200 parejas reproductoras en cada una de ellas. Seavey es uno de los cinco sitios del Golfo de Maine.
Hacer que los Charranes Rosados vuelvan a ser una población en estado saludable –constituida por 5,000 parejas en lugar de las 3,200 actuales– depende de un sistema de relaciones complejo. Los Charranes Rosados dependen de que abunden los Charranes Comunes, que son más belicosos y brindan protección. Ambas especies han evolucionado para volver cada verano justo a tiempo para aprovechar un suministro abundante de algunos tipos de peces particulares. Una vez que las crías empluman, los charranes viajan hasta el Cabo Cod para alimentarse bien antes de emprender el vuelo de unas 5,000 millas que los separa de sus tierras de invernada en América del Sur. Si se eliminara un paso de este ciclo, una colonia podría desaparecer.
“Todo lo que sucede en esta isla depende de una sincronización”, explica Seavey. (Debería saber: La isla recibe el nombre de su octavo bisabuelo, quien buscó bacalao en estas aguas hace cuatro siglos). Es por eso que le preocupa que el año pasado hayan aparecido palometas en los picos de los charranes. Los investigadores informaron sobre el fenómeno en colonias de charranes y frailecillos, que también alimentaron a sus crías con peces enteros en todo el Golfo de Maine. “Con los cambios de temperatura que provocará el cambio climático, esperamos ver cambios en la cadena alimentaria y la distribución de los peces”, comenta Craig. “Pero a todos nos preocupa que haya ocurrido tan rápido”.
El océano absorbe el 90 por ciento del calor excesivo de la Tierra, motivo por el cual las temperaturas marítimas están aumentando en todos lados. No obstante, pocos sitios se están calentando tan rápido como el Golfo de Maine, un ecosistema de agua fría robusto que se extiende desde el Cabo Cod hacia el norte hasta llegar a la Bahía de Fundy en Nueva Escocia. En esta zona, los cambios que deberían haber tardado años se están haciendo realidad en unos pocos años. Es un poco como ver una película en cámara rápida. Y en varios modos, la estrella es el Charrán Rosado.
Como superpredador, el charrán ofrece una visión de los acontecimientos complejos que ocurren debajo de las olas. Su éxito, o fracaso, revela mucho sobre el ecosistema como conjunto. Por lo tanto, si científicos como Seavey y Craig pueden lograr guiar a los charranes por el alboroto, también pueden crear un modelo eficaz para proteger a otras aves marinas a lo largo y a lo ancho de los océanos del mundo.
El año pasado no fue la primera vez que especies extrañas comenzaron a aparecer en el Golfo de Maine. La oficina de Andrew Pershing, director científico del Instituto de Investigación del Golfo de Maine, sin fines de lucro, está alerta en uno de los muelles comerciales de compra y venta de pescado, donde llegan botes con fletán, abadejo y bacalao. En 2012, que en ese entonces era uno de los años más calurosos registrados, los pescadores llegaban con criaturas inusuales en sus redes: pobladores de aguas cálidas como la lubina negra, el calamar pálido y los cangrejos azules, especies del Atlántico central, al igual que la palometa. Mientras tanto, la gente que iba a la playa veía otras especies de aguas más cálidas, tales como tortugas cabezonas y caballitos de mar.
Confundidos, Pershing y sus colegas extrajeron registros de temperaturas y datos satelitales de los últimos 40 años. Lo que descubrieron los sorprendió incluso a ellos: El Golfo de Maine no solo estaba calentándose, sino que lo estaba haciendo a un ritmo cuatro veces mayor que el promedio a nivel mundial, más rápido que el 99 por ciento de otras regiones.
Imaginemos dos engranajes que giran: uno en el Atlántico norte y otro en el sur. El del norte gira en sentido antihorario, enviando agua de la Corriente del Labrador hacia el sur. El engranaje del sur gira en sentido horario y la poderosa Corriente del Golfo al oeste lleva agua cálida hacia el Atlántico norte. Estos engranajes se superponen en el Golfo de Maine.
El calentamiento causado por el hombre está cambiando ese patrón histórico de muchos modos. Las temperaturas del ambiente, que van en aumento, están provocando el derretimiento de las capas de hielo polar, lo cual hace que enormes cantidades de agua dulce se dirijan hacia el Atlántico norte. El agua dulce no se hunde con tanta rapidez, por lo cual detiene al motor que transmite energía a los engranajes. Como consecuencia, el punto en el que se encuentran los engranajes cambia y más agua cálida fluye hacia el Golfo de Maine. Los registros lo confirman: En los últimos 30 años, la temperatura promedio del mar ha aumentado alrededor de 3 grados Fahrenheit.
Ese aumento sustancial ha permitido que algunas especies se afianzaran. Por ejemplo, las langostas prefieren temperaturas de entre 54 y 68 grados Fahrenheit y en la actualidad, el golfo se encuentra en ese punto ideal. Si bien las enfermedades de caparazón redujeron las poblaciones de aguas más cálidas fuera del sur de Nueva Inglaterra, el Golfo de Maine está registrando un auge sin precedentes. El año pasado, los pescadores ganaron cerca de 120 millones de libras, alrededor del 80 por ciento del total de la nación, estimado en unos 485 millones de dólares. “Solo una pequeña porción del calentamiento cruzó un umbral biológico importante para la langosta que realmente ayudó a estimular el auge”, explica Richard Wahle, director del Instituto Especializado en Langostas de la Universidad de Maine.
Pero es posible que el auge dure poco. Para comprender el porqué, hay que comenzar por la base de la cadena alimentaria e ir subiendo hasta llegar a predadores como las langostas y los charranes. Históricamente, aquí ha habido una cantidad abundante de organismos minúsculos llamados fitoplancton, pero las modificaciones impulsadas por el cambio climático están haciendo que disminuyan. Por ejemplo, el aumento en las lluvias reduce la salinidad de los océanos. También hace aumentar la evacuación terrestre, lo cual oscurece el agua y limita la capacidad del fitoplancton de absorber luz solar y, por lo tanto, de hacer fotosíntesis y crecer.
A su vez, eso afecta a especies clave que consumen fitoplancton, en particular al zooplancton Calanus finmarchicus. Este copépodo vive su vida como si fuera un oso oceánico diminuto: Consume una gran cantidad de fitoplancton durante gran parte del año. A continuación hiberna y conserva la energía en invierno. Esa estrategia hace que los copépodos sean ricos en calorías –Pershing los compara con gotas de mantequilla flotantes– y todos, desde langostas jóvenes hasta ballenas francas y arenques, se alimentan de ellos.
Sin fitoplancton saludable, los copépodos no pueden almacenar la energía que necesitan. Además, cuando el agua aumenta demasiado su temperatura, los copépodos omiten su letargo y utilizan sus reservas energéticas, lo cual hace que los que sobreviven aporten un valor nutricional menor. Mientras tanto, los cambios en las corrientes oceánicas están haciendo que, lentamente, las poblaciones saludables se desplacen hacia el norte.
El bienestar de esta especie causa innumerables repercusiones. Wahle ha detectado una correlación importante entre la disponibilidad de copépodos y la salud de las larvas de langosta. Por su parte, los expertos en mamíferos marinos creen que la distribución cambiante de los copépodos ha alterado la zona de distribución de la ballena franca del Atlántico norte, que ya se encuentra amenazada. Esto la obliga a alejarse más de áreas de alimentación tradicionales fuera de Nueva Inglaterra y a dirigirse hacia zonas muy transitadas como el Golfo de San Lorenzo (solo este año, al menos tres han sido embestidas y asesinadas por embarcaciones en esa zona).
Los arenques adultos también dependen de los Calanus, lo cual podría explicar al menos parte del motivo por el que los peces están desplazándose hacia aguas más frías del noreste del golfo. A su vez, esto podría estar haciendo que aves marinas inusuales en el sur se desplacen hacia esa latitud, incluido el Arao Común, que en 2018 crió polluelos en el Golfo de Maine luego de una ausencia de 27 años. “Todo parece indicar que hay un nexo que vuelve hacia atrás, hacia los copépodos”, comenta Wahle.
Los científicos están monitoreando animales como los copépodos para analizar cómo responden al aumento de la temperatura del agua para poder realizar estimaciones basadas en datos concretos sobre lo que sucederá en un futuro. Dichas investigaciones se complican debido a las olas de calor marinas que han afectado al golfo en los últimos años.
Si el calentamiento global se considera una presión constante sobre un ecosistema, las olas de calor marinas (períodos de más de cinco días durante los cuales las temperaturas superan el 90° percentil de los promedios históricos) se comprenden mejor como choques repentinos, explica Alistair Hobday, director de investigaciones en los océanos y la atmósfera de CSIRO, la agencia científica nacional de Australia. “Las olas de calor marinas afectan a la cadena alimentaria en forma directa”, revela. “Algunas especies mueren; otras especies llegan; hay enfermedades. Por lo tanto, la administración se enfrenta a desafíos que surgen de cosas nuevas que anteriormente no se habían considerado o encontrado”.
En 2018, el Golfo de Maine registró 250 días que calificaron como ondas de calor marinas, lo cual hizo que ese año fuera uno de los más calurosos de los que se tenga registro. Pero incluso fue eclipsado tanto por 2012 como por 2016, en los cuales hubo 360 y 302 días de olas de calor marinas, respectivamente.
Estas estadísticas dejaron a Pershing pasmado. Sin embargo, lo que realmente le interesaba era cómo respondía el ecosistema marítimo a esos cambios. “Hay algunas especies que reaccionan a estos acontecimientos sumamente rápido”, dice. Por ejemplo, los calamares pueden llegar solo unos días o unas semanas después de las aguas cálidas. Por su parte, los arenques parten de manera apresurada. “Y si los arenques se ven afectados”, advierte Pershing, “eso afectará a todo el ecosistema”. Como vimos el año pasado, esto sucede sobre todo en el caso de las aves marinas.
Las especies de aves marinas responden a estos cambios en la temperatura oceánica de distintos modos. Las especies cuyas crías se dirigen al mar enseguida, tales como el Alca Común, abandonaron las aguas que circundan sus colonias de reproducción más rápido que otras especies, posiblemente en busca de alimento adecuado. Por su parte, el Frailecillo Atlántico sorprendió a los científicos por su resiliencia a la escasez de alimento temporal. A medida que las temperaturas de la superficie marina fueron aumentando a principios del verano, los padres frailecillos disminuyeron el ritmo de la alimentación de sus crías. Cuando las aguas más frías, y los peces que viven en ellas, volvieron, unas semanas más tarde, los adultos redoblaron la alimentación. Comenzaron a alimentar a sus crías 10 veces más por día. También comenzaron a dedicarle más tiempo a cada polluelo. En algunos casos, casi lo duplicaron, pasando de 40 días a 83. No obstante, la cantidad de crías que emplumaron el año pasado fue una de las más bajas de las que se tengan registros.
Don Lyons, director de ciencia de la conservación del Programa de Recuperación de Aves Marinas de Audubon, explica que, para los charranes, adaptarse representa un desafío mucho mayor. Audubon maneja cuatro islas del golfo que albergan colonias de Charranes Rosados. “Presentan un patrón de crecimiento y desarrollo bastante definido y arraigado”, comenta Lyons. “Los charranes comienzan con varias crías. Si se encuentran con una escasez de alimento, resulta muy difícil alimentar a toda la familia, por lo que se encuentran en una situación realmente complicada”. Lyons dice que, para que los charranes y otras aves marinas tengan más posibilidades de encontrar alimento, debemos reconsiderar cómo gestionamos nuestras pesquerías.
Por ejemplo, tomemos el caso de los arenques, que en una época eran tan prolíficos que formaban cardúmenes de 30 millas de longitud y 5 millas de profundidad. La pesca indiscriminada provocó el colapso de la industria en la década de 1960 y 1970, lo cual llevó a que la población se redujera drásticamente. En la actualidad, el límite de pesca total es de unas 15,000 toneladas métricas por año. Esta cifra muestra una disminución en comparación con las más de 180,000 toneladas métricas de hace solo 15 años. Esa cantidad se reducirá aún más el año próximo. Mientras tanto, evaluaciones de poblaciones realizadas por el Consejo de Gestión de las Pesquerías de Nueva Inglaterra muestran que la cantidad de arenques bebé está disminuyendo, quizás como resultado de la reducción de copépodos.
A su vez, el otro alimento básico preferido de los charranes, los ammodítidos, enfrentan desafíos propios. Según un estudio inminente, en Stellwagen Bank, fuera del Cabo Cod, la supervivencia de los huevos y embriones disminuye hasta veinte veces cuando los niveles de dióxido de carbono del agua oceánica aumentan. “Los ammodítidos podrían ser los peces más sensibles al dióxido de carbono que se hayan evaluado hasta la fecha”, comenta Hannes Baumann, autor sénior y biólogo especializado en pesquerías de la Universidad de Connecticut. “Esto significa que, a largo plazo, las condiciones climáticas marinas que afectan a los ammodítidos seguramente empeorarán”. Baumann explica que las industrias relacionadas con el fracking y la construcción han expresado su interés en la explotación de arena en el hábitat de los ammodítidos, lo cual representará una amenaza adicional para la especie, que en el plano comercial se explota como alimento para peces.
Según Baumann, Lyons y otros, dadas las cifras asociadas a estos peces esenciales, que muestran un retroceso, es más importante que nunca que la gestión de esta especie adquiera un enfoque verdaderamente ecológico. En el pasado, se han establecido límites de pesca basados estrictamente en el análisis de datos históricos. Hobday, de CSIRO, opina que realizar pronósticos estacionales que incluyan las olas de calor marinas sería sumamente útil para mejorar el manejo de las temperaturas a medida que vayan en aumento. “Derivaría en una toma de decisiones más rápida”.
Si algo nos enseñó el aumento de las temperaturas oceánicas, es que se necesita una gestión más ágil, comenta Mary Beth Tooley. Ella coordina cuestiones gubernamentales y regulatorias para O’Hara Corporation, una compañía pesquera de arenque. Además, trabajó en el Consejo de Gestión de las Pesquerías de Nueva Inglaterra hasta 2017. “Nuestro trabajo es dejar a esta compañía en buenas condiciones para la próxima generación”, explica. “No estamos interesados en tomar los últimos peces. Si uno depende de la pesca a largo plazo, busca estabilidad a lo largo del tiempo”.
Para lograr esa sostenibilidad ecológica, Hobday sostiene que las pesquerías deben pensar de forma específica en las aves marinas. Una idea que se presentó por primera vez en un artículo de la revista Science en 2011 sostuvo que, al pensar en biomasa saludable para cualquier pesquería, es importante dejar “un tercio para las aves”.
La académica especializada en cuestiones legales medioambientales Alison Rieser concuerda. Ha estudiado el auge y la caída de la pesquería de arenques y lo que significa no solo para los peces mismos, sino también para las sociedades humanas que dependen de ellos. “Se necesita un pueblo”, comenta. “Se necesita un ecosistema completo para que haya una pesquería productiva. Se necesitan poblaciones de aves marinas saludables, se necesita a todo el mundo”.
Puede que las aves marinas sean capaces de ayudar. El equipo de Seavey está utilizando tecnología avanzada y trabajando junto con el Laboratorio de Ornitología de la Universidad de Cornell para evaluar el ADN del guano con el objetivo de comprender mejor la dieta de las aves. “El análisis de la secuencia genética se ha vuelto tan económico que solo ahora es posible realizar investigaciones de esta magnitud”, afirma la becaria de investigación posdoctoral Gemma Clucas, “y, por fortuna para nosotros, hay estiércol en todos lados”.
Como para comprobarlo, una mancha de guano gigante aterriza en el brazo de Seavey. “¡Excelente!”, exclama. “Más datos”.
Al principio de este otoño, los rastreadores con GPS fijados a los charranes les permitirán marcar de manera precisa dónde atraparon al pez que se convierte en este punto de información. Tomarán una muestra de esas aguas para recoger ADN de peces desprendido de cambios de piel o incluso una muestra unicelular. Esto revelará qué especies de peces se encuentran presentes en la columna de agua. Al reunir la información, sabrán de qué se están alimentando los charranes, qué se encuentra disponible para ellos y qué peces prefieren en particular (si esas preferencias existen).
Seavey revela que aún no saben exactamente qué peces traerán las aguas más cálidas ni de qué modo responderán los Charranes Rosados a estos nuevos integrantes. Explica que esta es una de las razones por las que registrar las preferencias de las aves ayudará a que los conservacionistas salven a estas aves con largas horas de vuelo. Además, la ciencia demuestra que las aves marinas son muy buenas indicadoras de las poblaciones de peces forrajeros. Por lo tanto, mientras que a algunos integrantes de la industria pesquera puede no agradarles la idea de reservar un porcentaje de sus poblaciones para las aves marinas, Seavey ve esta acción como el punto de partida de una alianza que beneficiará a ambas partes. “Antes pensábamos que estos organismos competían por los mismos recursos”, comenta Seavey. “¿Pero qué sucedería si los consideráramos compatibles? ¿Qué sucedería si las aves marinas pudieran ayudar a los pescadores al actuar como indicadores de lo que sucederá en los próximos dos o tres años? En ese caso, realmente se convertirían en aliadas”.
En un futuro no demasiado remoto, es posible que consideremos a aves marinas como los Charranes Rosados centinelas eficientes por permitirnos saber hacia dónde se dirigen las poblaciones de peces. A su vez, nosotros podemos ayudarles asegurándonos de que tengan un hábitat cerca en el que puedan reproducirse.
Cuando Steve Kress de Audubon dio inicio a un plan audaz para recuperar los Frailecillos Atlánticos en el Golfo de Maine, se encontró con un gran escepticismo de la comunidad científica, que temía que la reubicación de aves de Canadá a Eastern Egg Rock fallara, ya fuere porque los polluelos no iban a sobrevivir un tiempo suficiente como para emplumar, o porque no iban a volver. Ninguna de estas hipótesis se hizo realidad. Los escépticos también sostenían que cualquier tipo de éxito iba a estar limitado al de esa especie en particular. Pero en 1984, Kress y el equipo de Audubon de Maine comenzaron a recuperar de manera exitosa tanto las poblaciones de Charranes Rosados como de Charranes Comunes en las Islas Seal y Petit Manan de Maine.
En muchos sentidos, estas dos especies tienen algo único que las hace adecuadas para este tipo de trabajo de recuperación. Los charranes compensan su falta de flexibilidad de crecimiento a lo largo del tiempo con su voluntad de mudarse. “En cierta forma, los charranes son únicos porque han evolucionado en áreas cercanas a la costa en hábitats bastante dinámicos y que presentan cambios constantes”, cuenta Lyons. “Debido a que estos entornos son dinámicos y cambiantes, en general han desarrollado la capacidad de desplazarse para encontrarlos”.
En su opinión, la clave está en seleccionar y mantener hábitats óptimos para los charranes. Hasta ahora, eso ha incluido el manejo de plantas invasoras para preservar tierras de nidificación y proteger a las aves de los predadores. Pero para los Charranes Rosados y otras aves sensibles, frente al cambio climático del siglo XXI, el mayor desafío puede ser la disponibilidad de alimento.
Lyons desearía ver una cadena de islas que tuvieran un hábitat adecuado y entre las cuales los charranes pudieran elegir. Quizás los charranes incluso podrían utilizar esos hábitats para seguir a sus peces de presa preferidos al buscar las temperaturas que siempre han preferido en general.
Es una visión razonable. A diferencia de otros superpredadores como osos polares o lobos, los charranes reúnen todo en un espacio reducido. Muchas islas del Golfo de Maine tienen una elevación suficiente como para lidiar con el aumento del nivel del mar causado por el clima. Según Lyons, lo que más limita la selección de su hábitat es encontrar entornos que no se hayan visto totalmente afectados por la influencia humana.
Eso es parte de lo que hace que colonias como las de Seavey y las cercanas a Stratton Island sean tan importantes. “Todo se trata de contar con una buena red”, dice Lyons. “No es necesario que los nodos de la red sean grandes. Solo tenemos que dispersar los nodos por un espacio que sea lo más grande posible”.
Como evidencia adicional, hace referencia a los informes de Great Gull Island, unas 200 millas al sur. La evidencia anecdótica sugiere que esta temporada fue particularmente dura para los charranes que se encuentran allí. Aquí en el Golfo de Maine, las colonias parecen estar desenvolviéndose bien (por ahora).
Todos los científicos entrevistados para redactar este documento están de acuerdo en una cosa: Para preservar y hacer crecer a las poblaciones que se encuentran en riesgo, necesitamos un nuevo paradigma, el cual debe ser lo suficientemente ágil como para adaptarse tanto a aumentos de temperatura inesperados causados por olas de calor marinas como al calentamiento del Golfo de Maine y más allá, que es más gradual pero tampoco puede evitarse. En casos en los que antes confiábamos casi totalmente en datos históricos para todo, desde límites de pesca hasta planes de recuperación, la crisis climática insiste en que pensemos más a futuro. Necesitamos modelos e investigaciones impulsadas por resultados para ayudar a predecir dónde se encontrarán especies tales como los arenques y los copépodos (y en qué cantidades). En lugar de estudiar a las especies por separado, necesitamos un enfoque ecológico que considere las relaciones entre los peces, las aves marinas y los mamíferos marinos. Además, debemos asegurarnos de que todos tengan opciones en términos de dónde vivir y de qué alimentarse.
Lyons cuenta que eso es así sobre todo en el caso de animales en peligro como el Charrán Rosado. “Podemos gestionar los hábitats. Podemos atraer a las aves a zonas en las que podamos brindarles protección. Sabemos cómo hacer esto”, afirma Lyons. “Ahora solo debemos comprometernos a hacerlo”.
Este artículo se publicó originalmente en el ejemplar de otoño de 2019 como “A Moveable Feast” (Un banquete móvil). Para recibir la revista impresa, hágase miembro hoy mismo realizando una donación.