Hubo una ligera complicación la primera vez que Bryce Robinson descendió en rapel, desde el borde de un acantilado de tundra en la Península de Seward, hasta una cornisa ocupada por una familia de gerifaltes. Robinson, un estudiante de posgrado de 29 años de la Universidad Estatal de Boise, lucía una magnífica barba que llegaba hasta el segundo botón de su camisa de franela. Era densa como la de Santa Claus, de un marrón muy oscuro y, cuando Robinson bajaba desde el acantilado, quedó atascada en el sistema de freno que sostenía al joven científico sujetado a su cuerda de escalada. Colgando por encima de un ancho río de tundra, Robinson vio con horror como un montón de pelo oscuro, del tamaño de un puño, se atascó en el aparato de escalada, como hierbas en una cortadora de hilo. No podía subir, no podía bajar. Su única opción lo hizo llorar por dentro. “Esa barba era mi identidad”, recuerda. Robinson sacó un cuchillo de su bolsillo y cortó la barba entre la cuerda y la barbilla, y luego vio como un pedazo de sí mismo, del tamaño de una pelota de softbol, era arrastrado por el viento como un Chia Pet marrón, que caía por el borde del acantilado.
Desde entonces, Robinson ha registrado bastante tiempo en acantilados, y estoy agradecido por eso porque estoy colgando de una cuerda a su lado, envuelto en una chaqueta pesada a pesar del hecho de que es junio. Cuarenta pies por debajo de nuestras botas, otro río ártico pasa a través de la grava, cantos rodados y rocas afiladas. Estas no son las condiciones ideales para hacer rapel de acantilado, nunca lo son, sobre todo cuando estás a 90 millas de camino de tierra de Alaska de la sala de emergencias más cercana. La pared del acantilado, deteriorada y agrietada por los interminables ciclos de congelación y deshielo del Ártico, se desmorona bajo nuestros pies. Nuestras cuerdas están colgadas sobre roca fracturada tan filosa que tenemos que cubrirla con nuestras chaquetas para evitar que se corten las cuerdas. Además no hay árboles ni piedras para utilizar como anclas. En su lugar, las cuerdas están sujetadas a un trío de barras de acero clavadas en el permafrost.
Cuando llegamos al nido, a 20 pies bajando por el acantilado, huesos viejos brillan en la penumbra del Ártico. Ahí está la quilla del pecho de un lagópodo común, el húmero de un págalo rabero, un carpo-metacarpo de algún zarapito no identificado. Tres polluelos de aves de rapiña se apiñan en una esquina de la cornisa de la roca, picos abiertos, pechos suaves y blancos, manchados por la sangre de su última comida. Robinson se acerca, arrullando a las crías mientras prepara su equipo: alicates de anillamiento, bandas para las patas, jeringas, una balanza digital, baterías y una tarjeta de memoria nueva para la cámara activada por el movimiento, que había atornillado a la cornisa algunas semanas atrás. “Está todo bien. Esto no tomará mucho tiempo”, parlotea. “Oh, linda cola de ardilla terrestre. Buenos alimentos, chicos”.
En ese momento, uno de los polluelos defeca un proyectil, disparando un impresionante, tanto en volumen como velocidad, chorro calcáreo y pútrido. Más tarde me enteré de que esto es un riesgo común para los anilladores de aves de rapiña que cuelgan de acantilados, pero por el momento estoy completamente desconcertado. El objetivo del polluelo es preciso, dándole a Robinson de lleno en el pecho. Puedo oler el guiso de lagópodo y perdiz semidigeridos a cinco pies de distancia. En una saliente del acantilado debajo de nosotros, Ellen Whittle, la técnica en vida silvestre del proyecto de investigación, reprime una sonrisa, pero yo reviento a carcajadas como un niño de 12 años.
“Gracias por eso”, dice Robinson mientras hace una mueca. Me digo a mí mismo que está hablando con el ave.
Tales son las peculiaridades de hacer una investigación en uno de los ambientes más extremos del mundo, sobre un ave que prefiere defecar en tu cara antes que mirarte. El gerifalte es la especie más grande de halcón del planeta, con una envergadura de cuatro pies de tamaño, similar a la de un gran buteo, como el ratonero de cola roja. En el aire, los gerifaltes son una mezcla depredadora de Muhammad Alí y Floyd Mayweather, lo suficientemente rápidos y grandes como para matar a un ánade rabudo huyendo en el aire, pero lo suficientemente ágiles como para arrebatar un arnoldo ártico de una mata de tundra.
El mejor depredador aviar de la tundra es también un ave hermosa, típicamente gris y con rayas, aunque hay individuos de plumaje más claro que pueden variar hasta el blanco casi puro. Su actitud y comportamiento han convertido a la especie, desde hace muchos años, en una favorita de los halconeros, tan reverenciados en la Edad Media que solo un rey podía cazar con un gerifalte.
“Son aves fantásticas”, me dice John Earthman una mañana, mientras cargamos una cápsula de remolque de un ATV con equipo de campamento. Nacido y criado en Texas y ahora fiscal de distrito de Nome, Earthman es voluntario en varios proyectos de aves de rapiña de la Península de Seward. Es un poco asistente de anillamiento, un poco mecánico de ATV, y alguien que hace de todo.
También caza con un gerifalte de 16 años, llamado Tinsel. “Estas aves reconocen la oportunidad y aprovechan todo lo que está pasando a su alrededor”, dice. Earthman ha visto a gerifaltes seguir camionetas y zorros polares en busca de presas descartadas. “Los pájaros no toman nada por sentado”, dice. “Incluso cuando comen, siguen vigilando el cielo”.
A pesar de lo fuertes que pueden ser, estas aves sobreviven en el delicado vínculo entre el mundo congelado y el no congelado. Los gerifaltes se extienden a través de todo el Ártico, que abarca América del Norte, Europa, el norte de Rusia, Groenlandia e Islandia, y el futuro de la especie se ve empañado por el cambio climático y un paisaje ártico cambiante. El aumento de las temperaturas amenaza con mezclar el momento de disponibilidad de presas para las aves de rapiña, lo que podría dificultar su reproducción exitosa. A medida que los mares Árticos se abren, las instalaciones de carga en tierra podrían poner en peligro los hábitats remotos, mientras que un aumento en la minería en altas latitudes ya está trayendo más carreteras y personas a la órbita del gerifalte.
Para aprender cómo un Ártico cambiante podría afectar el éxito en la nidificación de los gerifaltes en la Península de Seward, Robinson está observando de cerca a cómo las aves adultas dependen de diferentes presas en varias etapas de la temporada de nidificación, desde el momento en que se reproducen hasta que sus polluelos crecidos comienzan a emplumar. Tiene una pregunta vital: Un ave que ha dominado algunas de las condiciones más difíciles de la Tierra, ¿es lo suficientemente resistente como para soportar un Ártico que sufre por el calentamiento? Mientras que las poblaciones actuales son bastante estables, muchos investigadores temen una caída, hasta alcanzar la situación de peligro de extinción.
Estos problemas hacen que se considere al gerifalte “el oso polar del mundo de las aves”, dice David Anderson, director de la Red de Conservación de Tundrade The Peregrine Fund. “Es el mayor depredador aviar de este ecosistema, y cuando se ven cambios en las poblaciones del mayor depredador, es un reflejo de lo que está pasando en todos los niveles inferiores del sistema”.
El reino del gerifalte alguna vez fue tierra de nadie, extensa, congelada, acordonada por una capa de hielo polar y una distancia inconmensurable. Ya no es así. Hoy en día, la mitad del mundo quiere un pedazo de un Ártico que se derrite rápidamente.
La región tiene aproximadamente entre un quinto y un cuarto de los yacimientos de petróleo y gas del mundo que quedan sin explotar. El ritmo del calentamiento en el Ártico, más rápido que en cualquier otra parte del planeta, podría abrir nuevas rutas de navegación, que algunos llaman “súper vías marítimas polares”, en todo el Polo Norte, lo que cambiaría la forma en que los países circunnavegan e impulsan una apropiación de tierras de la nueva era. Rusia, por su parte, anunció recientemente su intención de construir 13 campos de aviación, un campo de tiro de aire a tierra y 10 estaciones de radar como parte de su comando ártico estratégico, elaborado recientemente. Las ocho naciones árticas —Canadá, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega, Rusia, Suecia y Estados Unidos— se están posicionando para clavar sus banderas profundamente a través de la capa de hielo que está desapareciendo, pero no son los únicos que dan pasos en el norte no tan congelado. No debe sorprendernos que China ya haya enviado un buque de carga comercial a través de las aguas, cada vez más abiertas, del polo durante el verano y que planee construir su segundo rompehielos polar el próximo año.
Mi odisea a la tierra del gerifalte transcurrió de una manera mucho menos imperial, por decir lo menos. En el transcurso de cinco días hicimos rapel, caminamos y subimos a tres nidos de gerifalte, ninguno de los cuales era de fácil acceso. Solo para llegar al nido en el acantilado, donde Robinson recibió esa bomba fecal en el pecho, se requieren ocho horas de viaje. De Nome condujimos las 86 millas de la Ruta de Kougarok en camionetas de tracción doble, transportando vehículos todo terreno de seis ruedas, y en el camino vimos bueyes almizcleros pastando en los patios traseros dentro de los límites de la ciudad. Pasamos manadas de renos que se veían como chivos asustados, y condujimos más allá de extrañas formaciones de hielo cubiertas por tierra, llamadas pingos. Cuando el camino de tierra se terminó en el puente sobre el río Kougarok, Robinson, Whittle y Earthman siguieron con los ATV de seis ruedas, mientras que Anderson y yo caminamos a través de otro par de millas de pantano. Armamos nuestras carpas en un campamento minero abandonado, devoramos una cena rápida y luego hicimos otra caminata de una milla de largo para cruzar un arroyo descalzos. Cuando nos pusimos las cuerdas, ya era medianoche. Y estaba tan claro como al mediodía.
Este es el mejor momento del año para hacer el anillamiento de gerifaltes. Los polluelos son lo suficientemente grandes como para manipularlos con seguridad, pero aún les faltan varias semanas para poder volar del nido. Si bien es más común que las aves salgan del cascarón cuando su alimento es más abundante, los gerifaltes se reproducen antes que otras aves rapaces. Esto garantiza que la mayor abundancia de alimentos, perdices jóvenes e ingenuas, coincida con los polluelos de cazadores juveniles que están aprendiendo a matar. Al final del verano, cuando la mayoría de las otras especies de aves migran al sur, la mayoría de los gerifaltes se quedan en las latitudes septentrionales. El gran tamaño de las aves ayuda a evitar la pérdida de calor, mientras que sus patas, parcialmente emplumadas, y la capacidad de almacenar más de media libra de grasa debajo de la piel, además un media libra adicional de alimento en el buche, las ayuda a mantener el frío a raya. Pasan el invierno alimentándose de aves marinas y descansando sobre los icebergs en el océano abierto.
Estas excentricidades las hacen particularmente vulnerables al cambio climático, que podría desacoplar el momento de su ciclo de reproducción y la disponibilidad de alimentos. Incluso si el momento es adecuado, el calentamiento global podría alterar la tundra en otros aspectos que podrían hacer que los pichones de gerifalte sufran hambruna. La mayoría de los ecologistas cree que las temperaturas más cálidas han llevado a un aumento en la variedad y tamaño de los arbustos de la tundra, como el aliso, el sauce y el abedul, y se puede ver la diferencia cuando se comparan las fotografías detalladas tomadas por la Armada de los EE. UU. de 1948 a 1950, con las tomadas desde 1999 hasta el año 2000. En algunos lugares, el paisaje cubierto de arbustos se duplicó en tan solo esos 50 años. “Ha habido un enorme aumento en la cobertura de arbustos en gran parte de la Pendiente Norte de Alaska, el río Mackenzie en Canadá y muchas otras regiones de tundra estudiadas”, según Gayo Shaver, investigador principal en el Sitio de Investigación Ecológica a Largo Plazo del Ártico del Laboratorio Marino Biológico de Woods Hole. “Y teniendo en cuenta el cambio climático continuo, puede que se pregunte por qué no está sucediendo aún más rápido”.
John Earthman vive en 18 acres de tundra llena de sauces a las afueras de los límites de la ciudad de Nome, y cuenta con fotografías de la propagación de la década de 1970. “Había tundra normal aquí”, dice. “Había muy pocos arbustos de cualquier tipo”. Esta llamada “arbustificación” de la tundra ártica plantea serias amenazas para los gerifaltes porque su presa —principalmente la perdiz nival, pero también liebres y ardillas terrestres— puede aprovecharse de la cobertura extra, dificultando la tarea de las aves de rapiña que deseen encontrarlos.
En un clima más cálido, también existe la amenaza de una mayor competencia e intimidación de halcones peregrinos que, a pesar de ser más pequeños, son más agresivos. Los gerifaltes demuestran una gran afinidad por ciertos sitios de nidificación —según los científicos, han ocupado un sitio en Groenlandia durante casi 2.500 años—, pero los persistentes peregrinos los expulsarán.
“Uno pasa mucho tiempo aquí y es evidente que el cambio climático no es una predicción del futuro”, dice Anderson. “Está sucediendo ahora mismo, y está tomando velocidad”. Anderson recuerda estar caminando por la calle principal de Nome, rodeada de bares, el verano pasado y detenerse a conversar con un esquimal local. De repente, el hombre señaló una tienda cercana, un saltamontes se aferraba al marco de la puerta. “Me dijo que había vivido toda su vida en Nome y nunca antes había visto un saltamontes”.
Si hacer rapel en los acantilados de tundra es el lado sexy de la investigación de Robinson, no lo son tanto los días y días de análisis de datos. Afortunadamente, mi visita se produce antes de que comience con las hojas de cálculo y algoritmos.
Pero sí veo un poco de su gran muestra de diapositivas de la familia del halcón. Gracias a un acceso increíble a la tierra del río de tundra y a montañas escarpadas de 4.000 pies de altura, posible gracias a los antiguos caminos mineros de grava que avanzan hasta 90 millas a través de la Península de Seward, Robinson ha creado el mayor estudio con cámaras de nidos de gerifaltes de la historia. Para ponerlo en perspectiva, algunos otros estudios de monitoreo de nidos han estado vigilando a dos o tres pares de apareamiento por temporada. Robinson instaló cámaras en 13 nidos ocupados, únicamente en el 2015. Es un exceso de calidad: Hasta ahora ha analizado más de 750.000 fotografías, una a la vez.
De vuelta en su apartamento abarrotado en Nome, hay ventanales que dan a patios de grava llenos de motos de nieve, motores fuera de borda, cascos oxidados de camionetas de los años '80 y pilas de perreras, lo cual no es sorprendente ya que Nome es la línea de llegada de la famosa carrera Iditarod. Robinson inserta una tarjeta de memoria en su MacBook y prepara una foto fantástica de un gerifalte hembra en una cornisa alta y, debajo, un valle de tundra extendiéndose hasta el infinito. El ave está empollando un trío de polluelos en un nido disponible de varas enredado con plumas de zarapito americano y pégalo. “Mira, aquí se puede ver cómo gira la cabeza hacia el cielo”, dice Robinson. “Está mirando al macho”.
Hace clic a través de algunas fotos más.
“Ahora ella se levanta para irse” —clic clic— “e inmediatamente él entra con la presa en sus garras. Luego alimenta a los polluelos y se queda con los bebés. Lo interesante de los gerifaltes es la gran variabilidad que vemos de un par al siguiente. Algunos machos no se relacionan con las crías. Otros, en realidad, se sientan en el nido y empollan los polluelos”.
Robinson mira más de cerca a la pantalla de la laptop, acariciándose la barba, que ha vuelto a crecer desde aquel esquileo traumático en las cuerdas. Como parte de su estudio, trató de identificar a cada presa que traen a todos y cada uno de sus nidos. “Hay un pie, un pie, un pie, y otro pie”, murmura, mientras sigue pasando la presentación de diapositivas, para luego pausarla. “Con ese patrón de pelaje, solo puede ser un lemming de collar de Groenlandia [norte]. No se suele ver muy a menudo, debido a que estas aves están muy optimizadas para tomar presas aviares”.
Lo que podría ser el punto de todo: Si yo comiera pizza seis noches por semana y luego el único restaurante italiano cerrara, cambiaría a burritos en un instante. La pregunta es, ¿qué pasa con los gerifaltes? ¿Podrían pasar de la perdiz nival a la ardilla terrestre? ¿Podrían cazar con éxito en matorrales densos de aliso? ¿Son lo suficientemente maleables como para sobrevivir al cambio climático? Al ser un especialista y el mayor depredador, el Gerifalte será el indicador de lo que vendrá, por lo que deberíamos prestarles atención. “Cuando las cosas empeoren para el gerifalte”, dice Anderson, con gravedad, “el agricultor en Idaho va a tener que empezar a vigilar su abastecimiento de agua. El chico en Texas va a tener que tener un mejor control sobre su casa en la playa. Esta ave es el presagio de lo que está por venir”.
Tenemos suerte en mi último día en Alaska: Los cielos están lo suficientemente claros para un vuelo seguro en helicóptero. Para vigilar los nidos de gerifalte, que están demasiado alejados para visitar a pie, en bote, o ATV (Vehículo Todo Terreno), Robinson utiliza un helicóptero, pero solo cuando el clima es el adecuado. Al despegar, subimos hacia el este para huir del banco de niebla del Mar de Bering, y luego sobrevolamos la tundra a 200 pies de altura y 105 millas por hora. Debajo, los ríos corren a través de amplios valles. Puedo ver las corrientes de salmón a través de estanques transparentes, y los senderos de caribú como huellas de caracoles en un banco de arena. Un alce ignora el zumbido del helicóptero, pero un grizzly y dos cachorros inician la retirada hacia los alisos de la tundra. La voz de Robinson crepita en el auricular. “Una vista de gerifalte”, dice. “No se puede superar”.
A $950 por la hora de helicóptero y el piloto, sin embargo, hay poco tiempo para curiosear. Robinson tiene las coordenadas de sus nidos de destino registrados en un GPS, aunque a medida que nos acercamos a los sitios, es bastante fácil identificar los salientes donde están los gerifaltes. El acantilado de nidificación de un gerifalte está compuesto en parte por una pila de compost, un montón de basura, desechos y parte pared de grafiti para los líquenes, que se alimentan de la cal nitrogenada y pintan la cornisa de la roca de color naranja. Podemos observar las colonias de líquenes desde millas de distancia. Por debajo de los nidos, trozos de perdiz nival podridos fertilizan los escasos y delgados suelos. ¡Y voilà! Pastos verdes exuberantes brotan hasta la altura del muslo, atrayendo a otra micro-comunidad de roedores y aves cantoras en plena reproducción, tales como los mosqueros llaneros, que se benefician de la tendencia de los gerifaltes a proteger de manera agresiva sus propios nidos.
Bajamos haciendo slalom desde la cordillera de la barranca del río, Robinson informando el estado de los nidos y la cantidad de polluelos, Whittle confirmando los avistamientos y registrando a las aves en una hoja de datos. El vuelo es el sueño Ártico de un observador de aves: veo barnaclas de Hutchinsen en sus nidos en la pared del acantilado, y porrones coacoxtles en los estanques de tundra. Robinson señala un par de zarapitos del pacífico aleteando en el espacio aéreo por debajo. Estos anidan solo en unos pocos lugares en Alaska, es probable que haya menos de 10.000 en el planeta. Es uno de los avistamientos de aves más buscados en esta parte de Alaska. “Oh, no, David va a molestarse”, dice Robinson. “Ha tratado de detectar uno durante tres años consecutivos”.
Entonces, de repente, Robinson hace sonar una alarma. “Gerifalte en el aire”, dice, señalando con un dedo hacia una pared de acantilado que se asoma tan alto que proyecta una sombra en el interior del helicóptero. Le había advertido previamente al piloto que las aves parecen tenerle un poco de miedo a las aeronaves; había visto a gerifaltes atacar un helicóptero en vuelo. Ahora está en el borde de su asiento, girando para mantener sus ojos en un ave que solo él puede ver. “Salgamos de aquí”, dice.
El piloto inclina el helicóptero, y yo presiono la cara contra la burbuja de vidrio, en búsqueda del ave de rapiña. Nunca la encuentro, pero veo su sombra a medida que vuela por la pared del acantilado a cien yardas de distancia, para luego pasar a lo largo de la tundra ártica, a donde el cambio está llegando con una rapidez y seguridad que el ave no puede comprender.