Incluso, en comparación con las casas más básicas en los otros 48 estados, la casa de la familia de Elena Bodfish en Wainwright, Alaska, es modesta. La casa gastada y de color gris, de dos plantas, no tiene inodoro, solo una letrina de balde que se tiene que vaciar a mano. De acuerdo con la tradición de la familia, la casa se construyó sobre una base hecha de la madera recuperada de un antiguo naufragio. Pero el lugar tiene sus encantos: se encuentra justo encima de la playa en la costa norte de Alaska, y tiene un ventanal que da al Mar de Chukchi, un sector del océano Ártico. A veces, entre la primavera y el otoño, se pueden vislumbrar morsas y focas que pasan mientras atraviesan sus rutas migratorias. Así que la madre de Bodfish no estaba contenta cuando se enteró, hace años, que tal vez tendrían que recoger su casa y moverla, o correr el riesgo de verla derrumbarse en el mar.
Los Bodfish son cazadores de la etnia inupiat, una cultura de subsistencia nativa que ha dominado la Pendiente Norte de Alaska durante más de 10.000 años. Cuando llegué a su casa al anochecer, una tarde de septiembre, el patio estaba lleno de equipos de caza, una lancha motora fueraborda, una moto nieve, una ATV y un caribú parcialmente tallado que yacía encima de una mesa de madera. Elena Bodfish, de 23 años y con una cara redonda y una sonrisa juguetona, se encontró allí conmigo junto a su primo y compañero, James Griffin, un hombre serio, con barba prolija, de 26 años de edad. Ellos me llevaron a la parte trasera de la casa, hacia la playa, e ingresaron en un “dique marino” hecho de pequeñas rocas que cubrían la pendiente donde la tundra descendía hasta la arena. Cuando era niña, “todo lo que hacía era jugar en la playa”, dijo Bodfish. “En ese entonces llegaba muy lejos”.
Desde hace mucho tiempo ha habido señales de que el cambio climático está carcomiendo los bordes de esta aldea centenaria de 500 habitantes. En las últimas décadas, el hielo marino ha comenzado a desaparecer a principios de la primavera y a reaparecer más tarde en el otoño, lo que permite que las olas altas y las tormentas, más frecuentes, erosionen la costa aproximadamente un pie por año, en promedio, a lo largo de la costa de Chukchi. El dique marino en el que se encontraban Bodfish y Griffin es solo el último de una larga serie de intentos por parte del Municipio de la Pendiente Norte, el gobierno regional de Alaska septentrional, para evitar que los Bodfish y sus vecinos tengan que recoger las estacas y mudarse hacia el interior. En la década de 1990 el municipio gastó $16 millones para ganar playa. Luego, se hizo una pared modular compuesta de contenedores de arena en forma de cubo, encerrados en marcos de malla de acero. Pero se dañó por las tormentas.
Después de eso, “pusieron sacos de arena”, dijo Bodfish.
“Y esos eran simplemente inútiles”, intervino Griffin.
“Y nos dijeron que íbamos a tener que mover la casa”, dijo Bodfish. “Pero estábamos muy decididos a no mudarnos”.
Así que la familia decidió esperar. Y en el 2013, el Municipio inició la construcción del dique marino de roca, cortesía de una subvención de FEMA de $9,7 millones. En agosto pasado, una tormenta azotó Wainwright tan ferozmente que dejó trozos de permafrost grisáceo expuesto en los acantilados de tundra caída. Pero el dique sobrevivió, y la casa puede quedarse donde está, al menos por ahora.
Bodfish trata de no leer las señales del calentamiento como desastre. “Nuestros antepasados se adaptaron”, dijo. “Así que nosotros podemos hacerlo”.
“Imagínese un cubo de hielo gigante, eso es lo que es la costa norte de Alaska”, explicó Tom Ravens, un ingeniero civil de la Universidad de Alaska, Anchorage, que ha estudiado la erosión costera en la Pendiente Norte. Apenas se la puede llamar terreno a la tundra de aquí, es más como un poco de tierra suspendida en una matriz de hielo, más de dos tercios de hielo en volumen. Caliente este lugar, y las cosas empiezan a desmoronarse.
Fuera de uno de los edificios municipales del distrito en Wainwright, me encontré con Roy Ahmaogak, un delgado trabajador de mantenimiento (que también es el tío de Elena), quien estaba tomando un descanso para fumar cigarrillos a medida que la nieve se acumulaba en el suelo. Señaló un charco en la carretera. “Cualquier cosa que se vea así es una posible ruptura en las tuberías de agua”, dijo.
La construcción de infraestructuras siempre ha sido una operación delicada aquí: cualquier cosa que se coloque en la tundra, o sobre esta, puede conducir el calor hacia el hielo. Pero el cambio climático ha convertido lo que podría haber sido un problema de mantenimiento regular en una crisis en crecimiento, que afecta a toda la región. En las últimas décadas la temperatura del permafrost de la Pendiente Norte ha aumentado en aproximadamente cinco grados Fahrenheit, y el efecto se asemeja a un terremoto en cámara lenta. A medida que la tundra cambia y se hunde, también lo hacen los edificios, dejando casas inclinadas o agrietadas y tuberías y líneas de alcantarillado arrancadas y rotas. Hace dos inviernos, las tuberías de agua se rompieron tan seguido que en ocasiones se tuvo que cerrar la clínica de salud local y la compañía de servicios públicos tuvo que enviar camiones para transportar agua de emergencia desde un lago cercano.
“Hay cambios” reconoció Ahmaogak. “Todos saben eso. Estamos tratando de adaptarnos”.
Palabras como “adaptación” y “resiliencia” se usan mucho en el debate sobre cómo el mundo va a hacer frente a los efectos del cambio climático. Sin embargo, en la Pendiente Norte —un área del tamaño de Wyoming habitada por 6.000 inupiats, cuyos antepasados migraron a través del Estrecho de Bering hace más de 13.000 años, durante la última edad de hielo— la idea de adaptación tiene una relevancia particular. Los inupiats han sido testigos de más cambios radicales en los últimos 50 años que los que ven la mayoría de las culturas en varios siglos. Después de que la industria del petróleo se estableciera en Prudhoe Bay, en las décadas de 1960 y 1970, los nuevos ingresos transformaron la región: trineos de perros dieron paso a las moto nieves, se abrieron las primeras escuelas secundarias de la Pendiente Norte y la formación de un gobierno regional, junto con la inversión en obras públicas, creó cientos de nuevos puestos de trabajo.
A finales de este siglo, se espera que las temperaturas invernales hayan aumentado entre 20 y 25 grados Fahrenheit. La Evaluación Nacional sobre el Clima más reciente, que describe las posibles crisis que se avecinan en Alaska, hace una introducción a sus noticias con una garantía, señalando que las comunidades nativas de Alaska “tienen profundas reservas culturales de flexibilidad y capacidad de adaptación”. Aun así, a medida que las temperaturas continúan aumentando en una región que se mantiene unida, de manera física y cultural, por el hielo, no se sabe exactamente lo que significará o cómo se verá la “adaptación”. No hay duda de que las personas en la Pendiente Norte tendrán que cambiar su forma de vivir, las preguntas son cómo y cuánto.
Cuando el permafrost en movimiento rompe una tubería de agua en la Pendiente Norte, el Municipio suele ser responsable de su reparación. Sin embargo, algunos ingenieros han estado evaluando una idea diferente: en lugar de reparar las tuberías, ¿por qué no fijar el permafrost?
Por más que pueda parecer una tarea de Sísifo, los habitantes de Alaska han estado experimentando con refrigeración artificial o aislamiento de la tundra durante décadas. Billy Connor, director del Centro de Transporte de la Universidad de Alaska en la Universidad de Alaska, Fairbanks, fue el precursor de un intento a mediados de la década de 1990, cuando construyó un conjunto de tubos llenos de líquido refrigerante debajo del centro de incendios y rescate junto al aeropuerto en Barrow, la ciudad más grande de la Pendiente Norte. Recientemente le recomendó al Municipio otro método común para apuntalar edificios: “termosifones”, tubos largos que circulan gases comprimidos para extraer el calor de la tierra.
Simon Evans, ingeniero del Consorcio Sanitario Nativo Tribal de Alaska y consultor con sede en Anchorage, ha desarrollado su propio diseño para volver a congelar la tundra. Se basa en serpentines de refrigeración operados con energía solar, como los de un refrigerador, colocados debajo de los edificios e infraestructuras. Recientemente probó esta idea en una planta de tratamiento de aguas del Ártico en el noroeste de Alaska, y ha presentado una patente para su proceso de refrigeración.
Las generaciones de balleneros Inupiats han cavado bodegas de hielo en el suelo para conservar la carne de caza, pero ahora muchas bodegas están fallando, ya que se desmoronan o se llenan de agua. Las bodegas llenas de carne y grasa incluso han atraído a osos polares hambrientos cerca de las casas de las personas. En respuesta, a Evans se le ocurrió una versión tecnológica de una bodega de hielo que utiliza la energía solar o eólica para mantener refrigerada la carne. Su diseño fue reimpreso en el “Kit de Herramientas de Adaptación al Cambio Climático” del gobierno de Obama.
La perspectiva de la reingeniería de la tundra conlleva un cierto tipo de encanto tecnocrático. Pero Evans es realista. Él sabe que “no está resolviendo los problemas a largo plazo para estas personas”. Sus diseños solo pueden ganar tiempo. “Vamos a darles 20 años”, dijo, “para que se les pueda ocurrir un plan B”.
Mientras estaba en Wainwright, un equipo de construcción estaba dando los toques finales a cinco casas de aspecto robusto y de color liquen, construidas sobre algunos montículos de tundra esponjosa en el límite de la ciudad, a unas 70 millas al sureste de donde las plataformas de Royal Dutch Shell estaban investigando el fondo del mar. Si los diques marinos y los dispositivos de enfriamiento de permafrost son un intento para prevenir los efectos del cambio climático, estas casas representan el enfoque contrario: aceptar el hecho de que el cambio está llegando, y que requerirá nada menos que una nueva concepción radical de la manera de vivir.
Las casas son parte de un proyecto dirigido por Claude Garoutte, un exleñador de Colorado, de hombros anchos y bigotes, que llegó por primera vez a Alaska a finales de la década de 1990 para cazar osos y terminó mudándose aquí de forma permanente. Hace aproximadamente nueve años, Garoutte obtuvo un trabajo con la Autoridad de Vivienda Nunamiullu Tagiugmiullu, la agencia de vivienda regional de la Pendiente Norte, que había empezado a consultar diseños de prototipos de casas con alta eficiencia energética. En ese entonces, Garoutte nunca había enviado un correo electrónico, pero aprendió por su cuenta cómo llevar adelante una oficina, y pronto se convirtió en el jefe de un proyecto de construcción de 30 viviendas ecológicas en toda la Pendiente Norte. “Sabemos que no podemos detener a la Madre Naturaleza”, Garoutte me dijo. Cree que sus casas novedosas “establecerán el estándar para que el mundo lo siga”.
Conocí a Garoutte en Barrow durante una tarde fría de septiembre y él me llevó a recorrer una casa de color amarillo canario que su equipo había montado recientemente sobre un terreno de grava negra frente a una playa muy erosionada. La casa estaba sin terminar, solo clavos, pero en el interior el aire era relativamente agradable, incluso sin un calentador. Recubierta por aislamiento de espuma grueso y alimentada en parte por paneles solares, las viviendas ecológicas utilizan entre un 80 y 90% menos de energía que la típica vivienda de la Pendiente Norte. En lugar de una conexión de alcantarillado, las construcciones están conectadas a un tanque colector externo que utiliza bacterias para fertilizar desechos humanos.
En el exterior, Garoutte se puso en cuclillas al lado de la casa para mostrarme su característica más inusual: una base de hierro que se asemejaba a un bastidor de camas gigante, con seis patas. Si el suelo debajo se inclina o hunde, uno puede —con un poco de capacitación y un gato manual— acortar o alargar las piernas para nivelar la casa de nuevo. Señaló la parte posterior de la estructura, donde los bordes inferiores del bastidor se curvan hacia arriba como las palas de un tobogán. “Este es su trineo”, dijo. Si la tundra se vuelve demasiado rebelde, usted puede, en teoría, deslizar la casa a través del hielo a un lugar más seguro, donde quiera que sea, aunque hasta ahora nadie lo ha probado.
Las casas son un experimento, y el proyecto no ha estado exento de contratiempos: en Point Lay, al menos una casa ecológica tenía un problema con un hundimiento de los cimientos que no se podía volver a nivelar fácilmente. Pero Garoutte cree fervientemente en los principios subyacentes a estas. Cualquier visión del futuro en el que las personas utilizan sus hogares como cápsulas de escape, intentando huir del terreno que se derrumba, es necesariamente apocalíptica, pero también hay algo utópico al respecto. “Si solo se utiliza el 10% del petróleo”, dijo Garoutte, “¿realmente necesita ir al océano, hacer pozos de petróleo y destruir un estilo de vida que ha estado aquí durante miles de años?”.
Es imposible hablar de cómo el calentamiento global va a cambiar la vida de los Inupiats sin pensar en petróleo. Shell dejó de lado su plan de perforación del Mar de Chukchi a finales de septiembre, pero las operaciones en tierra han sido la vida económica de la Pendiente Norte durante mucho tiempo. La mayoría de los hogares de aquí dependen de los dividendos provenientes de los ingresos del petróleo y del gas que proporciona la empresa de propiedad nativa Arctic Slope Regional Corporation y el Fondo Permanente de Alaska, que le paga a cada habitante de Alaska una parte de los ingresos del petróleo del estado. Y los impuestos a las compañías petroleras constituyen la mayor parte del presupuesto del Municipio de la Pendiente Norte. A nivel estatal, la industria del petróleo y el gas representa casi el 90% de los ingresos públicos sin restricciones.
Pero en los últimos años, los cambios producidos por los combustibles fósiles se han vuelto más incómodos, a medida que la tensión entre la dependencia económica a corto plazo de la región, y del estado, en la industria y las consecuencias a largo plazo se han convertido en la cuestión central. Esa tensión se exhibió en octubre, cuando el gobernador de Alaska, Bill Walker, presentó alegatos para abrir el Refugio Nacional de Vida Silvestre en el Ártico a la perforación, con el fin de generar ingresos para pagar las medidas que el estado debe tomar en respuesta al cambio climático.
“Tenemos un desafío fiscal importante. Tenemos pueblos que están desapareciendo a causa del cambio climático”, Walker le dijo a un entrevistador de la BBC, al referirse a comunidades como Kivalina, en la costa oeste, que pronto tendrán que reubicarse debido a la erosión costera.
“Entonces, lo que está diciendo es que el cambio climático ha impactado en Alaska... ¿necesita que se le permita continuar con la perforación, la exploración, y la producción de petróleo para pagar algunos de esos impactos?”, preguntó el entrevistador.
“Absolutamente”, dijo Walker. “De una manera responsable, como lo hemos hecho en el pasado”.
El verano pasado, Elena Bodfish comenzó a cazar. “¡Atrapé mi primera foca!”, dijo alegremente, y me mostró las imágenes en su teléfono celular. Tradicionalmente, la mayoría de las focas se capturaban cuando había hielo en la orilla y se podía levantar fácilmente al animal sobre el hielo y descuartizarlo. Pero en los veranos más largos y sin hielo de los últimos años, la caza ha implicado, más a menudo, viajar mar adentro, y luego elevar la foca dentro de un barco para traerla de vuelta a tierra. La foca de Bodfish era grande; se necesitaron varias personas para ayudar a cargarla dentro de su barco.
En un lugar donde miles de personas dependen de la caza para alimentar a sus familias, los cambios en los patrones estacionales del hielo han sido preocupantes. Ransom Agnasagga, un ballenero local de 40 años, me dijo que los ríos de la Pendiente Norte solían quedarse congelados hasta junio, y que el hielo marino quedaba por lo general hasta el 4 de julio. Ahora, tanto el hielo del río como el hielo marino desaparecen antes de mayo. Los deshielos tempranos han hecho al paisaje menos familiar y más peligroso.
“Medir el espesor del hielo con los instintos es más difícil ahora”, dijo Agnasagga cuando lo conocí en la casa que comparte con su esposa, Linda. “Hay personas que lo han logrado. Solo hay que tener cuidado”. Hace unos años, un río inundado dejó varada a la pareja durante varios días en su camino de regreso de una cacería primaveral de ganso.
Ransom, quien tiene una larga cola de caballo y lleva gafas negras gruesas, estaba reclinado en un sofá junto a un nieto bebé que dormía, mientras Linda se encargaba de una cacerola con aceite cocinando “donas esquimales”, una versión de Alaska del pan frito. En la cocina colgaban ollas en astas de caribú montadas en una pared cubierta por paneles de madera. Al lado de la mesa del comedor, una cuna de bebé de tela colgaba de una cuerda suspendida del techo y, a su lado, otro perchero de cornamenta estaba cubierto por abrigos de niños cosidos a partir de piel de lobo, piel de foca y cuero de caribú. Linda señaló una grieta que recorría el largo de una pared. “Va hasta arriba”, dijo ella.
“La casa se mueve”, explicó Ransom. “No sé si es normal o no”.
Les pregunté si estaban preocupados por el cambio climático. “¿De qué serviría preocuparse por ello?” dijo Linda.
Lo más desconcertante de la débil temporada de hielo ha sido su efecto sobre la caza de ballenas en primavera, el alma de Wainwright. En mayo y junio la plataforma de hielo solía sobresalir de la tierra hacia aguas más profundas, donde viajan los mamíferos, y las tripulaciones podían elevar las ballenas sobre el hielo fijo, para que la gente del pueblo pudiera trocear la carne. Pero ahora, de acuerdo con Enoc Oktollik, un anciano y ex alcalde de la ciudad, el hielo se ve más delgado, “como si estuviese empezando a ser inestable para apoyar las ballenas”. El hielo marino en retirada ha contribuido, lamentablemente, a temporadas cortas de caza de ballenas de primavera en los últimos años, y el calentamiento puede finalmente conducir a una reducción en las poblaciones actuales: Los científicos estiman que para el 2027 el Mar de Chukchi estará abrumado por la acidificación, cuyos efectos se sentirán en la cadena alimenticia, y un estudio reciente proyectó que el cambio climático podría reducir el hábitat de la ballena de Groenlandia casi a la mitad.
La mayoría de las personas con las que hablé en Wainwright no se pueden imaginar un futuro que no involucre a la caza y la caza de ballenas. “Ni siquiera quiero vivir de los alimentos de tienda”, me dijo Bodfish. “No puedo. Vamos a seguir cazando. Incluso si tenemos que ir muy lejos”.
Hace unos cinco años, para compensar la corta temporada de caza de ballenas de primavera, los locales organizaron una segunda caza anual de ballenas, en septiembre y octubre, cuando las ballenas de Groenlandia vuelven en su ruta de migración. A mediados de septiembre me encontraba en el único restaurante de Wainwright, un mostrador de servicio de hamburguesas y bistecs en el hotel de la ciudad, cuando por la radio de alta frecuencia se escuchó la noticia de una tripulación que había atrapado a una ballena en el mar abierto. Más de una docena de personas se pusieron de pie. Un hombre frágil que llevaba una cruz, un anciano que únicamente podía hablar conmigo en el idioma nativo inupiaq, me abrazó con euforia.
Horas más tarde, aparecieron las luces de los barcos balleneros en el horizonte. A eso de las 21:00 horas, las tripulaciones dejaron la ballena en el extremo norte de la playa y la arrastraron al extremo sur con un montacargas. En la primavera el pueblo se hubiera reunido en el hielo, bajo el sol de medianoche, y hubiera quitado la carne. Se tuvo que trinchar a esta ballena en la oscuridad, en la tundra. Bajo luces deslumbrantes conectadas a un ruidoso generador, parecía un evento deportivo. Los padres hicieron posar a sus hijos para las fotos con la ballena. Durante dos horas, equipos de hombres y mujeres escindieron la carne de los huesos utilizando cuchillos de mango largo y ganchos de metal. Luego la cortaron en porciones, una para cada hogar de la aldea y un montón extra para la tripulación ballenera. En el frío, alguien me dio una taza de estofado de caribú y, eventualmente, una rodaja fina de cuatro pulgadas de grasa y piel cocida, llamada muktuk. Cuando se terminó de trinchar, todos se reunieron en un círculo y recitaron una oración cristiana, luego aplaudieron. Más tarde, los cazadores transportaron el cadáver a la playa al sur de la aldea y la dejaron para los osos polares.
Cuando me estaba yendo, alguien dijo mi nombre. “¿Qué piensas?”, preguntó Roy Ahmaogak, el trabajador de mantenimiento, corriendo detrás de mí. “Está bueno que hayas podido ver cómo vivimos”, dijo. Lo repitió, con orgullo. “¡Así es como vivimos!”.