Todos los niños de 4.º grado, en el contexto de su clase de ciencia, deberían estar desmalezando los canteros en la escuela primaria Gotwals, en Norristown, Pensilvania. Pero por un momento, en este día primaveral, las plantas tendrán que esperar. Los niños han descubierto algo.
“¡Se movió!”
“¡Le veo la cabeza!”
“¿Podemos tocarlo?”
Una serpiente común se asoma entre las plantas para captar un rayo de sol. “¿No se parece a una rama?”, pregunta el educador. “La naturaleza le permite esconderse a plena luz del día”.
Los estudiantes se apiñan para mirar más de cerca al reptil inofensivo, hasta que vuelven a hablar de plantas autóctonas. En el área de juegos, otros estudiantes con binoculares para niños miran al cielo en busca de aves. Otro grupo, con guantes y bolsas de basura, inspeccionan la tierra en busca de desechos.
Merodeando por ahí está Carrie Barron, gerente del John James Audubon Center en Mill Grove, a poca distancia de la escuela. Barron es una mujer alta y simpática, con una sonrisa de oreja a oreja, que exuda entusiasmo. Los niños la miran con atención mientras les enseña cómo sacar solidagos y lamprocapnos de sus macetas para replantarlos en el suelo.
Así se ve una clase de ciencia en Gotwals: una mezcla de aprendizaje por exploración, tareas físicas y lecciones en jardines de plantas autóctonas que los alumnos plantan y cuidan. Lo que comenzó como un esfuerzo por revitalizar la enseñanza de ciencias y promover la conciencia ambiental en una escuela, se convirtió en una colaboración conservacionista y educativa del distrito de Norristown, de 34,000 habitantes.
Durante los últimos siete años, Barron y el centro han logrado desarrollar programas sobre plantas autóctonas en seis escuelas primarias y dos secundarias en el Distrito Escolar de Norristown, brindándoles a los alumnos una forma de acceder a la naturaleza que no se logra en el salón de clase. Los estudiantes con necesidades especiales o en riesgo cultivan plantas en invernaderos patrocinados por Audubon en sus escuelas, lo cual les brinda herramientas que pueden resultarles útiles para conseguir empleo en un futuro. Las comunidades hispanas de la zona también ofrecen programas extraescolares en sus propios jardines. Y se fomenta el emprendedurismo a través de la venta de las especies autóctonas cultivadas en el invernadero, lo cual ayuda a mejorar la ciudad como hábitat de insectos, aves y otras especies.
Estos esfuerzos resultan aún más increíbles y vitales porque no es una zona pudiente de la ciudad. Un tercio de los estudiantes viene de hogares de bajos recursos, un décimo aprenden el idioma inglés, y casi un quinto tiene necesidades especiales.
Y todo se logró gracias a la iniciativa y a la pasión de una mujer que logró movilizar una comunidad entera en torno a plantas autóctonas.
Todo comenzó con una feria de ciencias fatídica. Barron recién había sido contratada por el John James Audubon Center cuando la invitaron como jurado a la feria de ciencias de la escuela primaria Marshall Street en Norristown, en 2011. No era la primera feria de esta ex maestra de ciencias, pero nunca había visto trabajos de tan poca calidad. Uno de los alumnos había comparado gomas de mascar para ver cuál era mejor, y lo expuso pegando los envoltorios en una cartulina. “Me partía el alma pensar que eso era un proyecto de ciencias”, recuerda Barron. “Me demostró que los estudiantes no tenían ni las herramientas ni el conocimiento para entender qué era la investigación científica, ni cómo podían utilizarla para resolver problemas del mundo real”.
Decidió entonces ayudar a mejorar el aprendizaje de ciencias en Norristown, y la inspiración llegó una mañana mientras miraba el patio de la escuela, en desuso y lleno de malezas. Barron ya conocía el poder de invitar a los niños a salir del aula tradicional y alimentar su curiosidad. Y existen investigaciones que respaldan su teoría: Un estudio de 2015, por ejemplo, concluyó que el compromiso físico con la ciencia activa los sistemas motor y sensorial de los estudiantes y mejora su capacidad de aprendizaje y retención.
Barron decidió hacerle una propuesta a la directora. Además de ayudar a los niños a crear mejores proyectos de ciencia, transformaría el patio en un espacio de aprendizaje al aire libre y traería plantas autóctonas del centro en el que trabajaba. La directora se asombró con la propuesta y estableció sus propias condiciones: que Barron también armara clases en ese espacio para los niños de 4.º grado, que se presentarían a rendir un examen de ciencias al final del año escolar. Los maestros podrían usar el apoyo, explicó.
El otoño siguiente, con la supervisión de Barron, estudiantes y maestros de los cuatro 4.º grados de Marshall Street diseñaron y plantaron sus jardines. Luego empezó el trabajo de las plantas: Una vez por mes, un educador del centro les daría una lección de ciencias en el jardín, enfocándose en los cambios estacionales y en otras actividades, como las visitas de aves en busca de alimento y plantas para polinizar. Los maestros comenzaron a sacar a sus estudiantes del salón en forma independiente, aprovechando la oportunidad de enseñarles a través de la experiencia.
Para la sorpresa de Barron, los proyectos de la feria siguiente respetaron el método científico: hipótesis, control, experimentación y conclusión. Lo que le resultó aún más increíble fue ver que muchos de los niños expusieron su trabajo en el jardín, presentando cómo crecían los esquejes de diferentes plantas según el líquido en el que se los colocaba, por ejemplo.
Los cuadernos estudiantiles al final de aquel primer año fueron otro indicador alentador. “Les preguntamos a los niños qué pensaban del programa”, dice Barron. “Escribían cosas como ‘antes ni siquiera pensaba en las aves’ o ‘no sabía nada sobre plantas autóctonas’ o ‘antes dejaba el agua abierta mientras me lavaba los dientes, pero ya no’”. En los años siguientes, contrató más personal y extendió el programa a alumnos de 4.º grado de las seis escuelas primarias del distrito.
Desde que se lanzó el programa, los puntajes del examen estandarizado de ciencias han mejorado muchísimo en todas las escuelas. En una de las escuelas, la proporción de alumnos de 4.º grado que reprobaban el examen pasó de 19.8 % en 2012, a 4 % en 2017. En otra escuela, el cambio fue aún más radical: En 2017, todos los alumnos de 4.º grado aprobaron el examen, una diferencia abismal con el 24.2 % de estudiantes que reprobaron en 2012.
“Observar, conectar los puntos... de eso se trata aprender”, dice Janet Samuels, superintendente retirada del distrito desde el verano anterior. “[El programa] no solo apunta a aprender dentro de un aula, y eso hace una gran diferencia”.
No se trata tampoco de aprender solo en la escuela. En 2014, Barron comenzó a colaborar con los centros familiares de Acción Comunal Latinoamericana del condado de Montgomery (ACLAMO), una red latina local, y con el Centro de Cultura, Arte, Capacitación y Educación (CCATE, por sus siglas en inglés), una organización hispana ubicada cerca del río Schuylkill. El equipo de maestros hispanohablantes de Barron impartió programas sobre aves, instaló canteros de plantas y desarrolló un programa extraescolar bilingüe sobre la salud de las cuencas.
Barron no tardó mucho en darse cuenta de que necesitaría más plantas para todos los jardines que tenían y los que planeaban hacer. Así que se le ocurrió que quizás los estudiantes serían la respuesta. Analizaron con Samuels qué necesitarían para armar un proyecto de expansión (un pequeño invernadero, herramientas, semillas y tierra), y a qué estudiantes podría beneficiar.
Decidieron que los estudiantes del Programa de Formación Profesional de la escuela secundaria estatal de Norristown serían perfectos para este proyecto. No solo porque la experiencia podría ayudarlos a conseguir trabajo en un vivero o como paisajistas, sino porque varias investigaciones demuestran que las tareas participativas pueden ayudar a los estudiantes con necesidades especiales a conectar con sus pares y mejorar sus notas en ciencias. El distrito, en colaboración con el John James Audubon Center, proporcionaría parte de las plantas necesarias para cada estación, ayudando a mantener los costos bajos a la vez que presentaba otra faceta de la horticultura en las clases de ciencias de Norristown.
Hoy en día, los estudiantes del Programa de Formación Profesional trabajan en el invernadero cada semana, y aprenden a cultivar plantas jóvenes. Un miércoles nublado de verano, los adolescentes dividieron y replantaron Rudbeckias bicolor dentro del invernadero. “Las plantas transmiten mucha paz”, dice Semaja Mikell-Counsel, una estudiante de segundo año que decoró su cabello azul eléctrico con unos guantes verdes de jardinería. “Las cuidamos y nos aseguramos de que tengan la comida, el agua y el sol que necesitan”.
Las plantas que Mikell-Counsel y su grupo cuidaron ahora están por toda la ciudad. Algunas fueron trasplantadas a canteros cercanos al invernadero y a otros patios escolares; otras adornan jardines privados; y otras se plantaron en colaboración con el programa estatal de un año Keep Norristown Beautiful, y florecen en la ribera del Schuylkill, evitando la erosión en el parque local Riverfront.
Algunas millas al norte del parque Riverfront se encuentra el campus Roosevelt, un punto histórico de hace un siglo que ofrece programas alternativos a 150 niños de secundaria en riesgo que buscan ganar créditos para poder graduarse. Además es donde se emplaza el último proyecto de Barron.
Una de las características más impresionantes de la escuela es el invernadero rústico con mesas y canteros en desuso desde hace años. Cuando la directora Carla Queenan se enteró del invernadero que estaban haciendo en la escuela estatal de Norristown, se contactó con Barron para poner en práctica su propio proyecto: transformar el invernadero de Roosevelt en un refugio para que los estudiantes aprendan y se formen. “Los adolescentes se interesan mucho por la tecnología”, dice Queenan. “Quería que pudieran dejar eso de lado para concentrarse en cuidar de algo, verlo crecer y sentirse responsables por ello. Quería que conectaran con algo más allá de una pantalla”.
Con la ayuda de Barron, ese sueño se está haciendo realidad. Una beca de $9,000 que Pennsylvania American Water le dio a Audubon sirvió para cubrir la instalación de un piso y mesadas nuevas este verano. Los estudiantes artistas de CCATE diseñaron un mural colorido en una de las paredes, y este otoño, de los canteros que los alumnos plantaron, salieron solidagos, equináceas purpureas y otras especies que favorecen la polinización. En invierno, cuando se termine la renovación, los estudiantes cultivarán y trasplantarán 1,000 plantas autóctonas a lo largo del río Schuylkill, y cerca de Stony Creek.
Un sábado soleado de octubre, el primer grupo del programa de horticultura de Roosevelt organizó una venta de plantas en el invernadero. (El programa comenzó con 8 estudiantes pero aceptará unos 20 para el semestre siguiente). Familias locales pararon para comprar y dar apoyo a los adolescentes, y docenas de miembros de la comunidad eligieron especímenes para plantar en otoño. Barron también se mantuvo cerca, y les presentó a Oscar a los clientes, un Autillo Yanqui tuerto que es una de las aves educativas del centro de Audubon.
Y aunque Barron prefiere poner su atención en los niños, su trabajo no pasó desapercibido. En abril, la Asociación de Educadores Ambientales de Pensilvania conmemoró al John James Audubon Center en Mill Grove con el premio Outstanding Environmental Education Program (programa ambiental sobresaliente). “La señora Barron es el epítome de un educador”, dice Samuels, quien nominó el programa. “Es una apasionada de la ciencia, del trabajo que hace, y eso se ve multiplicado”.
Barron no quiere que su impacto termine en Norristown. Desarrolló también una serie de herramientas en línea para las oficinas, los centros y las divisiones de Audubon que incluye todo lo necesario para comenzar con colaboraciones similares en sus comunidades: planes de lecciones, formularios para solicitar una subvención, presentaciones. Más cerca de su casa, trabaja con las divisiones locales de Valley Forge y Wyncote Audubon para extender el programa piloto a escuelas de todo Pensilvania, e incluso de Filadelfia. “Sentar las bases para que programas como este se repliquen es mi mayor logro”, cuenta. “Mi motivación es el éxito del aprendizaje y el compromiso de los niños que crean hábitats para las aves”.
Ta’Nya Webb, alumna del último año de Roosevelt, es parte de ese éxito. Su abuela es jardinera, y ahora las dos conectan a través de lo que aprende Webb en el invernadero.
“Me gusta aprender sobre flores y plantas. Por ejemplo, nunca había visto este tipo de ave pero como plantamos este tipo de flores, sé que de ahora en más vendrá”, cuenta. “Estamos en la escuela estudiando pero al mismo tiempo nos divertimos plantando y haciendo cosas de jardinería. Aprendemos más sobre la naturaleza y a través de nuestras experiencias”.
Y todo lo que se necesita es un poco de tierra, agua, sol, semillas y mucha, mucha dedicación.
Esta historia se publicó originalmente en la edición de invierno de 2018 como “Norristown in Bloom” (Norristown florece). Para recibir la revista impresa, hágase miembro hoy mismo realizando una donación.